Por D. Manuel de Paz Sánchez*
Con la desaparición por incautación,
porque así hay que calificarla, de la gran obra de los españoles que fueron sus
Centros y Sociedades en Cuba, puede decirse, parodiando a contrario sensu las
palabras del entusiasta castellano que cito al principio, que éste es el más
rudo golpe sufrido por nosotros en América después de la pérdida de Cuba,
salvando también la distancia y la magnitud del suceso.
Despacho reservado de Miguel Cordomí, encargado de negocios de la Embajada de España, del 12-07-1961.
La otrora boyante
colonia española de Cuba, tan criticada por la historiografía revolucionaria a
causa de sus éxitos comerciales (1) y de su presunto yanquismo (2), y cuyos
esplendorosos palacios, excelente prensa diaria y “bien organizados servicios”,
según consideró Juan Pérez de la Riva, “resultaron mucho más peligrosos a la
naciente nacionalidad cubana que los folklóricos cabildos de nación” (3),
experimentó, a partir de la fundación de las primeras asociaciones regionales
en el último cuarto del siglo XIX, el impacto de los tres grandes
acontecimientos que jalonan la Historia Contemporánea de España y de Cuba: la
guerra de Independencia, la importante cesura producida en su seno por la
guerra civil española (4) y, desde luego, el advenimiento de la revolución
cubana, acontecimiento éste último que por sus propias características le
asestó un golpe mortal y tendió a eliminarla por asimilación, hasta que, en
tiempos muy recientes, la búsqueda de la identidad perdida y la necesidad de
sobrevivir, junto al paralelo incremento de la inversión española en la Perla
del Caribe, han tratado de reverdecer nuevos brotes en el tronco común con la
vieja y renovada España.
Los colectivos españoles de Cuba, a
pesar de los eternos problemas generados por sus luchas intestinas a causa de
conflictos por la supremacía, las disputas administrativas de las sociedades y
centros de salud y, sin duda, por la división originada por razones ideológicas
y políticas, entre otros factores, habían llevado, desde su constitución, una
existencia no exenta de sobresaltos, pero sus vínculos con la representación
diplomática española, en los años previos al estallido insurreccional en la
etapa crepuscular del régimen de Batista y, de hecho, desde prácticamente la
independencia del país, nunca decayeron. El 19 de julio de 1956, por ejemplo,
el comité sindical de la Casa de Salud “Quinta Covadonga”, perteneciente al
Centro Asturiano de La Habana, que agrupaba a unos seiscientos trabajadores en
su mayoría españoles, se dirigió con absoluto respeto al embajador de España,
“independientemente del sentir o pensar de cada cual”, para exponerle los
acuerdos tomados en asamblea celebrada el día anterior, aniversario del 18 de
julio, en pos de “una reconciliación entre la familia hispana”, y para
solicitar la promulgación de una amnistía para todos los presos políticos, así
como garantías para los exiliados que deseasen volver a su patria (5).
Pero es que, de forma paralela a la
inestimable ayuda prestada por la Embajada española a numerosos perseguidos, a
causa de la cruenta represión desencadenada por las fuerzas de Batista durante
los dos largos años de la insurrección revolucionaria, y, desde luego, al
margen de la labor desarrollada, a título individual, en el propio proceso
revolucionario por numerosos ciudadanos españoles, en el contexto de una
tradición que hundía sus raíces en el pasado revolucionario de Cuba, también
las organizaciones de la colonia española - aparte claro está de los institutos
religiosos de origen hispano, como luego se verá -, prestaron un apoyo
relevante a la oposición contra el régimen, mediante la acogida, por ejemplo,
en sus centros de salud de rebeldes que habían resultado heridos en refriegas
contra las fuerzas de seguridad, contando para ello con la colaboración de las
autoridades diplomáticas españolas.
En un
despacho confidencial y muy reservado del cónsul de España en Santiago de Cuba,
J.M. del Moral, del 11 de septiembre de 1958, se detallaban al respecto las
declaraciones verbales realizadas, en busca de la aquiescencia y de la
protección del consulado, por don Balbino Rodríguez, presidente de la Colonia
Española en la capital oriental, en relación con Ricardo Gómez,
secretario-letrado del indicado Centro, que había sido detenido por las
autoridades militares acusado de ser un “fidelista peligroso”. El presidente
Rodríguez y su acompañante, el alcalde de Santiago Pedro Vázquez, acudieron al
comandante Miguel de la Noval para obtener la libertad del detenido pero, al
fracasar sus gestiones, optaron por dirigirse al general jefe del distrito, del
Río Chaviano, quien, seriamente embriagado, “les aseguró que el detenido
merecía ser ejecutado por sus actividades contrarias al Gobierno” y, ante la
insistencia por parte de sus interlocutores respecto a la no culpabilidad del
preso, llegó a asegurarles que estaba dispuesto a ordenar que subieran de
inmediato al detenido y a matarlo personalmente en su presencia. Del Río les
dijo también que acababa de ver el cadáver de un teniente muerto por los
rebeldes, que la ciudad estaba llena de revolucionarios y, “perdiendo cada vez
más el control de sus nervios, llegó a afirmar que estaba dispuesto a acabar
con el Centro de la Colonia Española y con el Sanatorio, en donde solo se
cuidaba y atendía a los enemigos del Gobierno de Cuba” (6).
Además, el temible general
batistiano lanzó al rostro de sus atemorizados visitantes que los “verdaderos
culpables se encontraban en el aristocrático reparto de Vista Alegre”, donde
los rebeldes obtenían apoyo y fondos para su causa, y añadió, en el colmo de su
prepotencia, que si la situación se prolongaba “ordenaré a mis soldados que
prendan fuego a todo el barrio y yo, como un nuevo Nerón, contemplaré el
incendio de la ciudad”. Pese a todo, tras larga insistencia, el presidente de
la Colonia Española y el alcalde de la ciudad consiguieron la libertad del reo,
que había sido objeto de malos tratos en el cuartel del SIM, aunque no
presentaba heridas graves, lo que se comprobó mediante un reconocimiento
practicado en el Sanatorio del Centro de la Colonia Española. Su detención se
debió, al parecer, a la utilización por un empleado subalterno de la Asociación
de Industriales Panaderos, de la que también era secretario-letrado el
detenido, de la misma máquina de escribir y del mimeógrafo de esta entidad, en
el que se imprimieron unos panfletos, en los que se pedía a los miembros de las
fuerzas armadas que desertaran y se unieran a los rebeldes. El empleado había
conseguido escapar, pero las autoridades militares de la ciudad no dudaron en
acusar al abogado como autor del libelo. No obstante, el día 8, Ricardo Gómez
embarcó, en unión de su esposa y de sus hijas, con destino a La Habana, al
objeto de proseguir viaje a España donde tenía familiares cercanos (7).
En este contexto de desmoronamiento
y de degradación moral del régimen de Batista, dibujado con precisión
cinematográfica por los responsables de la diplomacia española, que describían
con multitud de detalles las acometidas de los rebeldes, los incendios de
medios de transporte, el ametrallamiento de turismos que circulaban por zonas
prohibidas, la aparición de cadáveres torturados en los suburbios, y la orgía
de alcohol y crueldad que envolvía a los últimos defensores de un sistema
político virtualmente derrotado, junto a la audacia cada vez mayor de los
rebeldes, no faltaron, tampoco, las alusiones a enfrentamientos concretos
donde, los heridos del campo rebelde fueron atendidos en centros sanitarios de
la Colonia Española. Así acaeció, por ejemplo, en el enfrentamiento ocurrido en
el reparto Altamira, de la propia ciudad de Santiago, en el que los
insurgentes habían tenido dos muertos, los hermanos Rojas, además de un herido
grave, Raúl López, que fue visto por algunos socios del Club de Pesca y,
avisado el Sanatorio de la Colonia Española, se envió una ambulancia en la que
fue recogido y atendido, hasta que murió al día siguiente. “Se afirma que,
pocos momentos después de haber sido hospitalizado el herido, se presentó un
automóvil de patrulla para recogerlo y trasladarlo al hospital, a lo que se
opusieron enérgicamente los médicos de dicho Centro benéfico” (8).
Paralelamente, la representación
diplomática de España en La Habana se vio obligada a intervenir, en no pocas
ocasiones, a favor de ciudadanos españoles detenidos en la capital, bajo la
acusación de apoyar la acción revolucionaria. Sucedió así con dos hermanos
españoles y miembros de la Asociación de Comerciantes Detallistas de La Habana,
Ángel y Sergio Seijo Cotarelo, que fueron detenidos, el 24 de noviembre de
1958, acusados de poseer, en un establecimiento comercial de su propiedad,
“propaganda contra el Gobierno y armas de corto calibre”, si bien el primero
fue puesto en libertad al día siguiente. Julio Redondas y Manuel Valle,
miembros de la citada Asociación comercial, se presentaron en la Embajada el
día 28, solicitando su protección e intercesión ante la carencia de noticias
sobre el segundo de los detenidos. Lojendio encargó del asunto al canciller
Alejandro Vergara, que localizó al compatriota en la Décima Estación de policía
y, mediante las oportunas gestiones ante el coronel Conrado Carratalá, jefe de
la División Central de la indicada fuerza, fue puesto a disposición de la
Embajada, que lo embarcó para España el 5 de diciembre. La representación
diplomática recibió las felicitaciones del interesado y sus familiares, así
como también del representante de la Asociación de Comerciantes y Detallistas,
“agrupación de gran importancia en La Habana” (9).
Los ejemplos podrían multiplicarse,
pero pueden valer como muestra los que acabamos de esbozar, aparte claro está
de las múltiples gestiones, ya aludidas, realizadas por Lojendio y sus
colaboradores al frente de la representación diplomática española. No obstante,
tras el triunfo revolucionario, ni la Iglesia, como luego veremos, ni los
súbditos españoles se vieron libres de la persecución, desatada ahora por
motivos sustancialmente similares, esto es, la presunta falta de lealtad al
régimen político imperante en Cuba, sea del color político que fuere.
Nuevamente la Embajada de España se verá obligada a intervenir en defensa de
sus compatriotas, unos inmigrantes que, en muchos casos, lo habían arriesgado todo
para labrarse un porvenir al otro lado del Océano.
En efecto, a medida que la
revolución consolidaba sus pasos hacia un sistema político de carácter
comunista, respetables ciudadanos españoles como el señor Enrique Gancedo, un
anciano de setenta y seis años con sesenta y cuatro de residencia en Cuba pero
que mantenía la nacionalidad española, presidente en distintas ocasiones y en
aquellas fechas de la Asociación de Dependientes, una organización de sesenta y
cinco mil socios que constituía, al decir de Lojendio, “una de las más
importantes instituciones de nuestra Colonia”, hombre de fortuna, ex presidente
de la Cámara española de Comercio y que poseía, entre otros galardones, la
Encomienda de Número de Isabel la Católica, lo que le convertía en una de las
“personalidades más representativas de la colectividad española en Cuba”, había
sido protagonista de lo que el máximo representante diplomático de España no
dudó en definir como el “enojoso incidente Gancedo”, aunque tal vez la
resolución del mismo, se prometía el embajador con su acostumbrado optimismo,
había servido para “aclarar posiciones y sentar un precedente que nos ha de ser
útil en el futuro” (10)
Los hechos, pues, merecen ser
narrados con cierto detalle. El sábado 4 de abril de 1959, don Enrique Gancedo
trató de tomar, con toda su documentación en regla, el avión de Iberia con destino a Madrid, pero fue
detenido en el aeropuerto y conducido a la fortaleza de La Cabaña, sede de una
parte importante de la guarnición de La Habana y con ella de la policía militar
revolucionaria, a cuyas oficinas fue remitido. Advertido el embajador, se
personó en el acto en La Cabaña donde se entrevistó con el teniente auditor
Rivero, jefe de la policía militar, a cuya disposición estaba el detenido.
Según Lojendio, “en la primera fase de nuestra conversación, al pedirle el
teléfono para llamar al Ministro de Estado, me dijo el citado teniente que él
no recibía órdenes del Ministro, ni del Primer Ministro – que ya es decir,
porque en esos momentos el primer ministro era ya el propio Fidel Castro -, ni
del ciudadano Presidente, que su jurisdicción es autónoma, que está encargado
de la depuración política y que depende exclusivamente del Comandante Guevara
y, en última instancia, del Comandante Raúl Castro, Jefe de las Fuerzas
Armadas” (11). Lojendio recurrió entonces al lado humanitario del asunto,
puesto que su interpelado no daba importancia alguna a la condición de
extranjero del preso, y destacó que, de acuerdo con la dignidad humana de la
que tanto hablaba Fidel Castro, Gancedo era una persona anciana y, además,
enferma del corazón, ante lo que reaccionó favorablemente el teniente auditor,
pero, aclaraba el diplomático, no por causas de tipo filantrópico, sino que,
“temiendo sin duda que yo fuese a plantear alguna denuncia basada en esas
razones, accedió a disponer que el señor Gancedo quedase detenido en su
domicilio”.
Poco
después, el propio embajador planteó el asunto al primer subsecretario de
Estado, en ausencia del titular del Ministerio, y subrayó la imposibilidad de
admitir la depuración política de un ciudadano español y, además, su propósito
de llegar a las últimas consecuencias, recurriendo al cuerpo diplomático y,
especialmente, a embajadores como los de Estados Unidos y de China nacionalista
que tenían en el país gran cantidad de ciudadanos que no podían estar
expuestos, como tampoco los españoles, a ser depurados políticamente y menos
aún, añadió, “por autoridades dependientes de los dos citados Comandantes, que
han sido públicamente acusados de comunistas”, y le advirtió, incluso, acerca
de las repercusiones del affaire, a
cuya difusión pública estaba dispuesto a llegar. Dos horas después, refiere
Lojendio, se le avisó por teléfono que el primer ministro tomaba cartas en el
asunto y, previo un rápido esclarecimiento de que no existían acusaciones
concretas contra Gancedo, sería decretada su libertad, como así ocurrió al día
siguiente. La acusación contra él se basaba en el hecho de que había acudido y
había pronunciado algunas palabras en una recepción celebrada en el Palacio
Presidencial en marzo de 1957, con objeto de felicitar a Batista por haber
salido ileso del ataque armado del Directorio Revolucionario, actuación
protocolaria a la que, como no ignoraba Lojendio ni tampoco desconocían sus
interlocutores gubernamentales, había sido forzado indirectamente como alto
representante de la colonia española, lo mismo que otros muchos elementos de
organizaciones cívicas y agrupaciones de similar categoría y, curiosamente,
como también acaeció a raíz del propio incidente Lojendio.
Puesto en libertad Gancedo el 7 de
abril, al día siguiente fue detenido por segunda vez en el aeropuerto, en
presencia del embajador que había acudido a despedirle personalmente, esta vez
por un oficial de otro organismo de la policía revolucionaria que, al decir del
diplomático, “fue sordo a mis razones lo que me obligó a acudir de nuevo al
Ministro de Estado, quien también esta vez hizo intervenir rápidamente al
Primer Ministro”, logrando, al fin, embarcar rumbo a España al perseguido. No
digo a V.E., añadía Lojendio, lo que ha habido de penoso, de vejatorio para el
detenido y, también, “de difícil para mí en el trato con estos oficiales
revolucionarios endurecidos en una manera de actuar que nada tiene que ver con
la mentalidad de este pueblo y su habitual cordialidad, y en los que se
advierte un tono demasiado parecido al de los conocidos patrones comunistas”.
Además, justificaba su propia determinación en el hecho de que se trataba del
primer incidente en que autoridades revolucionarias, como las de la policía
militar que eran las más temidas y que “ni el propio Gobierno puede muchas
veces controlar”, intentaban someter “a su jurisdicción omnipotente y a menudo
arbitraria, y en los términos vagos y peligrosos de una depuración política, a
un ciudadano español”. La resolución del asunto, que había tenido una notable
repercusión dentro y fuera de la colonia española, complació al embajador y al
Ministerio español de Asuntos Exteriores (12).
Ahora bien, al margen de los
problemas ocasionados por las múltiples situaciones personales de los
ciudadanos españoles residentes en la Isla, desde la propia España no tardó en
requerirse información, por parte de españoles que vivían en territorio nacional,
respecto a las expropiaciones decretadas por el gobierno revolucionario. El
director general de Centro y Sudamérica del Ministerio de Asuntos Exteriores,
Pedro Salvador Vicente, trató de complacer en este sentido las primeras
demandas de información sobre la ley de nacionalización de fincas agrícolas,
recién promulgada por el gobierno de Cuba, en el contexto de la reforma agraria
y de la política de expropiaciones del INRA (13).
Posteriormente,
a medida que fue avanzando el temporal de las nacionalizaciones, el Ministerio
español requirió informes adicionales sobre la incautación de industrias, por
haberse recibido peticiones procedentes de nacionales españoles con intereses
en las mismas, entre otras las de la firma José Arechavala, S.A. de Cárdenas
(Matanzas) _(14). El encargado de
negocios, Eduardo Groizard, respondió que la medida había sido adoptada por el
Ministerio de Trabajo de Cuba para “resolver problemas de carácter laboral”, y
que la intervención podía durar seis meses, sin suponer necesariamente la
incautación de las empresas, peligro que sí existiría en el caso de que la
intervención hubiese sido dictada por el Ministerio de Recuperación de Bienes
(15).
En fechas sucesivas se pidieron a La
Habana referencias sobre otras normas legales, como las leyes cubanas sobre
precios de terrenos para edificar, y el texto de la propia ley sobre rebaja de
alquileres, de principios de 1959 (16). Al mismo tiempo, se aconsejó a los
signatarios de reclamaciones, como por ejemplo dos hermanos de Santa Marta de
Ortigueira (La Coruña), la necesidad de agotar las vías jurídicas internas de
Cuba, como trámite previo a cualquier actuación por parte de la representación
diplomática española en La Habana (17), lo que, desde luego, hacía cada vez más
difícil conseguir reparación legal alguna por la expropiación sufrida, aunque
se remitió a la Embajada la instancia de los reclamantes. Un resumen de prensa
de Jaime Caldevilla, del 8 de abril de 1960, destacaba entre otras cuestiones
“la sistemática y apresurada” intervención administrativa de empresas privadas,
así como la congelación de cuentas a sus legítimos propietarios y la
confiscación de bienes, “con pretextos fútiles, en la mayoría de los casos”
(18).
Poco
tiempo después, otro particular coruñés de Santa Marta de Ortigueira, en nombre
propio y de sus cuatro hermanos, reclamó al Ministerio y al consulado general
de España en Cuba en relación con una finca rústica de su propiedad de unas dos
y media caballerías, y por lo tanto exenta de expropiación de acuerdo con la
propia ley revolucionaria, que estaba ubicada en la población habanera de San
Antonio de los Baños y que había heredado de su padre, quien la había adquirido
en 1890. El interesado, que ponía de relieve la existencia de un expediente de
expropiación incoado por el juzgado de San Antonio de los Baños, manifestaba su
protesta y exponía su negativa a aceptar la expropiación ordenada por el
gobierno revolucionario y, por ello, solicitaba una reclamación por la vía
diplomática. Miguel Cordomí, desbordado
ante la abrumadora realidad de los acontecimientos, le aseguró que, “a la vista
de casos anteriores, creo muy poco probable que el presente Gobierno cubano dé
satisfacción a su reclamación y a nuestra protesta”. No obstante, la apertura
del expediente sirvió, al menos, para que se le ordenase al cónsul que
remitiese a Madrid una lista nominal de todas las reclamaciones existentes, a
efectos de constancia en el Ministerio. Pero, Cordomí casi se adelantó al
requerimiento, al indicar que las reclamaciones empezaban a ser abundantes y
que se les prestaba la debida atención por parte del consulado y de la propia
Embajada, aunque trató de subrayar la práctica imposibilidad de llegar más
lejos en las actuaciones. Aquella revolución, afirmó, era de un tipo completamente
diferente a las demás, es decir, a las que habían tenido lugar en el país en
épocas anteriores (19).
Meses después, la nacionalización
masiva del tejido industrial y comercial del país dio lugar a nuevos
sobresaltos en el Palacio de Santa Cruz. Telegramas cifrados de Eduardo
Groizard habían dado cuenta del gran impacto que, en el seno de la colonia
española, habían tenido las nacionalizaciones de textiles, alimentación,
molinos de arroz y café, y grandes almacenes, renglones especialmente sensibles
para los inmigrantes hispanos, que se vieron aún más perjudicados e indefensos
porque, en su inmensa mayoría, habían adoptado la nacionalidad cubana. Por si
fuera poco, los ahorros invertidos en bienes inmobiliarios se esfumaron a causa
de la draconiana aplicación de la ley de reforma urbana, con lo que el problema
adquirió tintes catastróficos para estos comerciantes y propietarios españoles
que, como diría el representante de España, “fueron los que más ayudaron aquí
durante la guerra civil, a la causa nacional”. El telegrama de Groizard, en
fin, resultaba aún más preocupante en su sobriedad, puesto que aseguró que
existía “temor entre pequeños comerciantes e industriales que les suceda lo
mismo, a pesar de seguridad Primer Ministro (20), lo que no tardaría demasiado
en confirmarse. La representación diplomático hizo lo que pudo, en aquellas
circunstancias, tratando de facilitar por ejemplo el regreso de algunos
españoles arruinados por las expropiaciones revolucionarias, que en varias
ocasiones fueron reclamados por sus familiares en España (21).
Sendos despachos del encargado de
asuntos consulares, M. R. Cebral y del encargado de negocios de la Embajada
Jorge Taberna, correspondientes al 10 y al 30 de diciembre de 1962, ponían de
relieve, finalmente, la virtual culminación del proceso de aniquilación de la
propiedad privada en Cuba. Un decreto del gobierno revolucionario, publicado el
4 de diciembre, ordenaba la inmediata nacionalización de las tiendas de ropa y
textiles, peleterías y ferreterías. Esta medida, lo mismo que las anteriores
referidas a otras ramas de la actividad comercial (ultramarinos, bodegas,
almacenes varios, hoteles y otros rubros), afectaba a la gran mayoría de los
establecimientos comerciales, por lo que había producido una “gran impresión en
la marcha de este Régimen hacia la supresión absoluta de la propiedad privada”.
Naturalmente, perjudicaba también a gran número de españoles que, aunque
nacionalizados cubanos a causa de las leyes “coactivas e impositivas sobre
propiedad y dirección de negocios”, conservaban para el Consulado general y de
acuerdo con las tendencias de la doble nacionalidad que se extendían por la
América hispana, su nacionalidad española y, desde luego, repercutía
negativamente en los familiares de muchos de estos pequeños propietarios que
residían en España.
El
sibilino decreto del gobierno revolucionario ofrecía a los antiguos
propietarios continuar como empleados a las órdenes del interventor estatal,
pero con el sueldo corriente de los trabajadores, aunque, “en la práctica, o no
reciben sueldo, o son desplazados completamente en cuanto se sospecha de ellos,
como ocurre en la mayoría, no ser entusiastas del régimen por no pertenecer a
las organizaciones del mismo”. El encargado del Consulado se preocupaba por divulgar,
según manifestó, que el haber adoptado la nacionalidad cubana no implicaba la
pérdida de la española de origen, si bien eran los propios interesados los que,
hasta aquellos momentos, se habían abstenido de recurrir con frecuencia al
Consulado, aunque comenzaban a hacerlo, “bien para solicitar protección, o bien
para consultar sobre su actitud presente y futura”, tratando de informarse,
sobre todo, acerca de la obligación de vender la firma comercial a los
consolidados nacionales de las diferentes ramas comerciales (22). Aspecto que,
por otro lado, constituye una prueba más de la creciente preocupación de las
autoridades diplomáticas españolas en relación con los derechos de sus
coterráneos.
Jorge Taberna abundó, por su lado,
en la enorme importancia de la ley de nacionalización del comercio, destacando
su publicación en la prensa y llamando la atención sobre su peculiar
justificación, que no se basó en ningún principio ideológico del marxismo, sino
en la “necesidad de evitar la criminal especulación” y garantizar a los
trabajadores la distribución de artículos esenciales como el vestido, el
calzado y otros de uso doméstico. La propia ley establecía que los pequeños
propietarios debían ser objeto de un tratamiento diferente, “según es política
declarada del Gobierno revolucionario”, quedando excluidos – provisionalmente –
los comercios pequeños administrados en exclusiva por los propietarios y su
familia, y, además, por el artículo 5 se concedía una indemnización a los
propietarios de las empresas nacionalizadas, consistente en el pago de una
cantidad inicial equivalente al diez por ciento de sus valores y el resto en
ciento veinte mensualidades iguales y consecutivas (10 años), que era casi lo
mismo que no pagar. Por otra parte, se reconocía (artículo 6) el derecho a la
jubilación de los propietarios con cargo a la seguridad social, siempre que
hubiesen cumplido los sesenta años de edad, cuyas pensiones serían reguladas
por el Ministerio de Comercio Interior, y también se les garantizaba el derecho
al trabajo. La ley, que fue seguida de una intensa campaña oficial de apoyo por
parte de los trabajadores de los establecimientos implicados y por la propia
prensa revolucionaria en toda la Isla, dio lugar por otra parte a una práctica
que se convertiría en tradicional, consistente en la publicación de noticias,
con nombres y apellidos, de los acaparadores descubiertos, “acusando de
especulación, de almacenamiento de mercancías de otro ramo distinto del suyo y
de tenencia ilícita de divisas nacionales y extranjeras, a bastantes
propietarios intervenidos”.
En este
contexto, subrayaba Taberna, aparte de lo que de verdad pudiera haber en
algunos casos, el interés del gobierno se centraba en “conseguir el apoyo y la
indignación del pueblo que está sufriendo la escasez de los artículos de
primera necesidad; y también se evita pagar las indemnizaciones prometidas ya
que, en el caso de acaparamiento de mercancías”, se aplicaba la Ley 697 de 22
de enero de 1960, más conocida como “Ley de protección al consumidor”, que disponía
la incautación de las mercancías acaparadas con fines especulativos y la puesta
a disposición de los tribunales de los responsables del delito. Pero, para
entender el problema en todos sus matices, se hacía necesario partir de la base
de que en un Estado comunista, como era Cuba en aquellos momentos, el derecho
de propiedad se encontraba reducido a su mínima expresión y, por lo tanto, la
simple tenencia de una cantidad de “divisa nacional” que se estimase superior a
la que se necesitaba para mantener el hogar, o la posesión de un número elevado
de artículos de consumo y, con más razón, de divisas extranjeras constituía un
delito “que se castigaba con mayor o menor severidad según la procedencia
social y la ideología del delincuente”. En consecuencia no era difícil incurrir
en las sanciones previstas por la legislación cubana, y resultaba muy
arriesgada la actuación de quienes intentaban sacar provecho de la escasez de
alimentos y de objetos de uso doméstico por los que atravesaba, en aquellas
fechas, el pueblo cubano (23).
Mario
Villar ha destacado que los resultados de la reforma agraria y, en general, de
la política económica diseñada por el gobierno durante los primeros años de la
revolución, fueron tan catastróficos que los índices de producción descendieron
en forma escandalosa, puesto que ya en 1962 “el país estaba sometido al más
rígido y penoso racionamiento de productos esenciales para la alimentación del
pueblo, que recuerda la historia de Cuba en todas sus épocas”. Obviamente,
añade este autor, era demasiado burdo culpar a la agresión imperialista del
racionamiento del arroz, frijoles y viandas, que se daban pródigamente en la
maravillosa tierra cubana (24), sobre todo porque, tal como había subrayado
Michel Gutelman, junto a la predominante caña de azúcar, en Cuba se habían
introducido muchas clases de plantas que eran objeto de comercio, a veces
importante. “Por otra parte, dado el carácter favorable del medio natural,
hubiera sido sorprendente que no se intentaran en Cuba otros cultivos”. En el
cuadro productivo del país, el arroz, alimento básico de la población cubana,
había adquirido un notable desarrollo a partir de la modernización de las
técnicas de cultivo, durante la década de 1940 (25).
En opinión del encargado de negocios
de España, la nacionalización comercial, previsible junto a otras más duras que
habrían de venir dado el curso radical de la revolución cubana, causó enormes
perjuicios a los miembros de la colonia española que aún permanecían en el
país, y que integraban, en su mayor parte, pequeños y medianos comerciantes. La
Embajada, en estrecho contacto con el Consulado general, procuraba atender sus
demandas, procediendo a la redacción de Notas verbales con destino al
Ministerio de Relaciones Exteriores, “en las que se apoya la solicitud del
súbdito español de que se trate”. Hasta aquel momento se habían recibido
contestaciones, en el sentido de que las reclamaciones habían sido trasladadas
a las autoridades competentes, aunque obviamente con nulos resultados. Además,
concluía Taberna, la representación de España, en sus contactos con el
Ministerio de Exteriores cubano, había “señalado el duro golpe que supone esto
para la Colonia española, que tanto ha trabajado por la prosperidad de Cuba”
(26).
Pero,
aparte de las repercusiones en el colectivo español de estas medidas
interventoras del gobierno revolucionario, el propio incidente Lojendio, que
hemos tratado de analizar en el primer capítulo, originó también momentos de
gran tensión en el seno de las colectividades de inmigrantes, en una amplia
gama de matices que va desde las expresiones de simpatía hacia Fidel Castro y
el izado de banderas republicanas en las sedes de algunas Asociaciones
hispanas, hasta la aparente indiferencia, en el fondo de lealtad hacia el
embajador de España, de al menos una parte de la colonia española,
especialmente en Santiago de Cuba. El 25 de enero de 1960 se publicó, por
ejemplo, la condena del grupo Unión Social del Centro Gallego de La Habana, en
la que se aseguraba que este “partido de socios demócratas, y actual gobierno
del Centro Gallego”, denostaba la improcedente actuación del embajador de
Franco y aplaudía la “defensa de nuestra soberanía por el gobierno
revolucionario” (27). No puede olvidarse, en este sentido, que buena parte del
colectivo asociado poseía la nacionalidad cubana, bien por tratarse de hijos y
nietos de inmigrantes o por haberla obtenido tras muchos años de residencia en
el país, y, desde luego, tampoco podemos omitir la presión de las
circunstancias.
El comunista español Pedro Atienza
tronó al día siguiente, desde las páginas de Hoy, contra las
anquilosadas y reaccionarias entidades de la inmigración, concibiéndolas como
un peligro potencial para el régimen revolucionario. La expulsión de Lojendio,
subrayó, no debía significar el punto final sino el “inicio de la operación de
limpieza que no se realizó el 1º de enero de 1959”, se hacía necesario, en su
opinión, “sacudir la mata en los Centros Regionales” y, en consecuencia,
“arrojar de la dirección de esos Centros a los elementos contrarrevolucionarios
y pro franquistas, y convertirlos en verdaderas instituciones democráticas”. Se
trataba de romper un nuevo eslabón de la “conjura” internacional contra el
régimen revolucionario: (28)
Cuando está en juego
la suerte de Cuba, cuando todo el pueblo se prepara a defender con la vida si
es necesario la Revolución que es hoy ejemplo y orgullo de América, no podemos
permitirnos el lujo de que perviva lo que sin duda será mañana quinta columna
que nos aseste artero golpe a los defensores de esta limpia Revolución.
¿Qué debemos hacer,
pues? En primer lugar, desaparecer ese Comité de Centros con sanatorio que no
tiene ninguna razón de existencia. Las reivindicaciones que sirvieron de
pretexto a su constitución ya fueron conseguidas y las que no, están más que
garantizadas por la acción justiciera del Gobierno Revolucionario. En cuanto a
los centros y sociedades españolas deben celebrar inmediatamente asambleas
generales, depurar sus direcciones de elementos reaccionarios y poner su marcha
al ritmo de la Revolución. En aquellos que, como en el Centro Gallego, gobierne
un partido que se llame democrático, debemos comenzar por depurar a ese propio
partido de los elementos que prostituyen su historia y su programa. En los
demás, los propios asociados, con el apoyo de las organizaciones
revolucionarias de Cuba, con el apoyo de los miles de cubanos y españoles que
el día 21 mostraron su repulsa a Lojendio y al régimen que representaba, deben
tomar la iniciativa de convocar esas asambleas que, en buena lid democrática,
son las soberanas y las que deben determinar los destinos y política de los
Centros.
El mismo día, el cónsul general
Miguel Cordomí - un inteligente profesional de la diplomacia, que falleció a
finales de 1961 tras una intensa labor al frente del Consulado general de
España en Cuba y, durante unos pocos meses antes de su fallecimiento, como
encargado de negocios en la propia Embajada -, describió con precisión la
actitud global de las agrupaciones de la colonia española frente al sonado
incidente protagonizado por el embajador de España. Algunas asociaciones no
habían dudado, en efecto, en ofrecer su adhesión al Gobierno revolucionario,
destacando la actitud del Comité de Sociedades Regionales con Sanatorio, que
estaba integrado por el Centro Asturiano, el Centro Gallego, la Asociación
Hijas de Galicia, la Asociación de Dependientes, la Asociación Canaria y el
Centro Castellano. En el mensaje ofrecido a las autoridades cubanas se hacían
votos, empero, para que se mantuvieran “las mismas buenas relaciones
tradicionales entre España y Cuba”, pero, como indicábamos antes, algunas de
estas entidades habían enarbolado en sus sanatorios la bandera republicana,
“por obra y decisión, según se me asegura, de empleados y trabajadores de
dichos centros”, aunque posteriormente las banderas fueron retiradas. Similar
manifestación de adhesión al gobierno de Cuba había sido realizada por el
Instituto Cubano de Cultura Hispánica, que dirigía el hispanista Chacón y
Calvo, quien, no obstante, había tratado de ponerse en contacto telefónico con
el Consulado español. Lamentaba también el cónsul general la adopción de
actitudes semejantes por delegaciones y centros del interior del país,
especialmente en Santiago de Cuba, donde se celebró una manifestación contra el
régimen de Franco, que transcurrió sin incidentes (29), aunque también se
criticó, en la prensa oriental, a la Sociedad de la Colonia española que, como
diría más tarde Cordomí, “se mantiene a nuestro lado y en contacto con nuestro
Consulado”.
Posteriormente, el cónsul general
informó de los primeros, aunque tímidos, intentos de aproximación de elementos
significados de la colonia española hacia las autoridades diplomáticas en La
Habana (30), indicando que no se había vuelto a repetir el episodio de las
banderas, si bien lo más probable era que, hasta que se enfriaran los ánimos,
el único pabellón que ondearía en las asociaciones sería el cubano, con el fin
de evitar que volviera a plantearse la división de opiniones en las juntas
directivas y entre los socios en general. El tema de las banderas había
constituido, como afirmó Cordomí (31), uno de los caballos de batalla de los
centros españoles desde la guerra civil, por lo que convenía actuar con
cautela. En el Centro Gallego, además, a raíz de una propuesta para hacer
presidente de honor a Fidel Castro volvió a plantearse el asunto Lojendio,
incidente que estaba siendo aprovechado, al parecer, para crear dificultades
internas a los partidos o grupos directivos, al mezclarlo con las disputas
internas habituales en los centros. El cónsul recogió el rumor, asimismo, de
que las autoridades revolucionarias habían presionado al Comité de Sociedades
Españolas con Sanatorio para que presentaran su adhesión al gobierno cubano y
censuraran la actitud del embajador, pero también existía la posibilidad de que
algunos de los Centros decidieran adelantarse a la presión oficial que
presumían inminente.
En aquellos momentos, además, la
preocupación sobre el futuro inmediato de los españoles en Cuba adquirió tintes
francamente sombríos. La Gaceta Oficial
acababa de publicar la Ley 698 (32), que constreñía seriamente la situación de
los extranjeros en el país, al obligar a todos aquellos que habían permanecido
en el mismo durante más de dos años a adquirir la categoría de residentes,
intermedia entre la de simple extranjero y la de ciudadano. Como nota más
llamativa, observaba Cordomí, destacaba la supremacía del domicilio sobre la
nacionalidad en tanto que fuente de derechos y deberes. En consecuencia,
añadió, los residentes tendrían más obligaciones frente al Estado que las que
poseían como simples extranjeros y, al mismo tiempo, precisamente por su
estatuto de residentes, menos derechos que los propios ciudadanos, por lo que
resultaba presumible que las personas a quienes correspondía la categoría de
residentes prefirieran, por razones de conveniencia, adoptar la ciudadanía
cubana, “resultado éste que es muy probable haya estado en el ánimo del
legislador al dictar la Ley”.
A los
efectos de su puesta en marcha, por otra parte, se planteaba la habilitación de
un Registro especial que habría de practicarse en el Departamento de
Inmigración, siendo de obligado cumplimiento para todos aquellos que se
encontraban inscritos en el ya existente registro de extranjeros, y, para los
que no lo estuvieran, se les daba un plazo de noventa días. Además, se hacían
responsables primarias del transporte a las Compañías Aéreas o de Navegación
que hubieran traído el extranjero a Cuba, al objeto de prevenir probablemente
la apatridia, y se deducía que, en su defecto, la responsabilidad de la
repatriación recaería, de hecho, en los consulados. Además, en el hipotético
caso de que no fuera posible al extranjero no inscrito abandonar el país,
quedaría bajo la jurisdicción del Ministerio de la Gobernación, quien podría
disponer la reclusión, internamiento o asilo de los apátridas en cualquiera de
las instituciones del Estado, hospitalarias, de beneficencia o de trabajo. De
este modo, matizaba el cónsul, se creaban las condiciones para emplear en
trabajos de interés estatal a los extranjeros que, deliberadamente o por
negligencia, no se inscribieran ni abandonaran Cuba. “Entre este tipo de
trabajos figuran tareas como la desecación de la Ciénaga de Zapata, que se está
empezando a llevar a cabo empleando principalmente condenados por delitos
políticos” (33).
La inscripción en el nuevo registro
de residentes debía llevarse a cabo en las oficinas del citado Departamento de
Inmigración existentes en la capital cubana, pero no se habían habilitado, en
aquellos momentos, delegaciones en las distintas provincias, lo que complicaría
aún más el problema. El interesado era sometido a un examen físico y debía
abonar la cantidad de cincuenta pesos por tasas, suma nada despreciable para la
época, especialmente para los inmigrantes más modestos. Este nuevo registro no
anulaba el ya existente carnet de extranjero, creado anteriormente sobre todo
como un medio de exacción fiscal, y que, de hecho, implicaba la elaboración de
una lista resultante de la mera práctica administrativa, pero que no poseía
mayores repercusiones laborales o de ciudadanía, si bien eran numerosos los
españoles que, con criterios erróneos, entendían que el simple pago del recibo
del carnet de extranjero conllevaba la legalización de su situación jurídica en
el país, sin preocuparse por registrarse en el Consulado ni por obtener la
nacionalidad cubana.
El segundo considerando de la Ley
establecía con claridad, asimismo, que el gobierno revolucionario afrontaba un
alto porcentaje de desempleo y subempleo, “consecuencia de los errores y vicios
del pasado”, por lo que se hacía necesario dictar, entre otras medidas,
aquellas de “carácter inmigratorio que tiendan a impedir la entrada de
extranjeros que aumenten la demanda de trabajo, con lo que se estará
protegiendo también al obrero cubano” y, en consecuencia, resultaba razonable
suponer, como deducía el diplomático, que una vez terminado el registro de
residentes se acordarían prioridades en beneficio de los trabajadores locales.
En este sentido, pues, la colonia española, numéricamente la más importante del
país, podría verse gravemente afectada. “La gran masa de españoles residentes
en Cuba son en su mayoría de condición humilde y empleados en tareas que
requieren poca especialización y en las que compiten por tanto con la mano de
obra nativa. De acuerdo con la legislación laboral vigente, ningún extranjero,
ni español por tanto, podrá ser empleado en estas tareas mientras estén
desempleados ciudadanos cubanos que se dediquen a las mismas” (34), según
disponía la polémica Ley de Nacionalización del Trabajo promulgada a raíz de la
revolución de 1933.
La situación de “feliz negligencia”
en la que, hasta aquellas fechas, vivían unos cincuenta mil españoles en Cuba
estaba tocando a su fin, pues a partir de entonces se verían obligados a
regularizar su situación en el Consulado o, en su defecto, a adoptar la
nacionalidad cubana. La nueva Ley había causado notable preocupación en el
colectivo español, pero en su mayoría no se habían dado cuenta, matizaba el
diplomático, del auténtico alcance de la medida ni de sus consecuencias
jurídicas. Resultaba presumible, además, que al término del plazo legal para
las inscripciones, habrían de producirse numerosos casos de expulsión de
españoles que no hubiesen legalizado su situación, a los que sería difícil
atender con los fondos previstos para gastos de repatriación, y, en segundo
lugar, podría augurarse también que un buen número de españoles optaría por
adquirir la nacionalidad cubana, “por lo que el resultado de la Ley en lo que
respecta a España será la disminución del volumen e importancia de nuestra
colonia en la Isla” (35).
Junto a la preocupación generada por
una legislación revolucionaria que hacía peligrar los intereses económicos y,
de hecho, la presencia misma de los inmigrantes españoles en Cuba, a partir de
mediados de 1960 fue llevado a cabo, de manera sistemática, un plan
revolucionario de demolición de las Asociaciones representativas de la colonia
española en la Isla. El calvario de estas entidades comenzó, de manera
efectiva, a partir del 7 de septiembre de 1960 cuando fue virtualmente
incautada la Asociación de Dependientes de La Habana, una agrupación
genuinamente española que poseía, aparte de un añejo prestigio entre las de su género,
el hospital de la Inmaculada Concepción, por lo que “venía siendo blanco de las
apetencias oficiales, favorecidas por las disensiones internas”. En fechas
anteriores se había recurrido al establecimiento de un régimen de co-gobierno
entre la Junta directiva y un comité de empleados y enfermeros pero, el citado
día 7, se pasó a la virtual incautación de la entidad por un denominado Comité
de Integración Revolucionaria que, mediante la política de los hechos
consumados, sirvió al gobierno provincial para decretar la destitución de la
Junta directiva por la “forma anómala” en que venía rigiendo la Sociedad y,
asimismo, por su presunto desconocimiento de “las realidades ambientales en lo
que respecta al proceso revolucionario que vive el país”. El propio decreto
provincial reconocía las funciones directivas del Comité, para que procediera a
gobernar la Asociación “conforme a las normas y planteamientos
revolucionarios”. Cordomí, que aún no había podido intercambiar impresiones con
miembros de la Junta destituida y con otros individuos pertenecientes a los
centros regionales, destacaba la gravedad del asunto, que se había convertido
en un “peligroso precedente” para el resto de las Sociedades que, como
entidades legalmente cubanas, estaban a merced de disposiciones inapelables,
con motivo de cualquier incidente que pudiera servir de pretexto para su
intervención o apropiación oficial (36). No se equivocó.
Antes de que terminase el mes de
septiembre de 1960, se iniciaron los trámites para la convocatoria de una
asamblea de empleados pertenecientes a la Asociación Hijas de Galicia, con el
mismo y avieso fin de crear un Comité de Integración Revolucionaria que se
hiciese cargo de la dirección de la Sociedad, como paso previo a su asimilación
por el régimen revolucionario. La citada asamblea, prevista para el día 28,
aunque tuvo que demorarse por la llegada de Fidel Castro procedente de Nueva
York, sólo estaba pendiente del trámite de ejecución, a pesar de que varios
médicos y la propia Junta directiva habían dado vivas muestras de su oposición
a una maniobra que el diplomático español no dudó en tildar de subversiva.
“Debo destacar que el Presidente de Hijas de Galicia, a quien, pese a sus
tendencias marcadamente izquierdistas, he tratado y cultivado como a todos los
directivos de todas las Sociedades españolas, en este pleito ha reaccionado de
acuerdo con sus sentimientos españolistas y de dedicación a la entidad que
preside”, subrayó Cordomí.
La
suerte de las Sociedades españolas, insistía el cónsul general, seguiría el
mismo curso de la política radical del país (37). El aviso de convocatoria
urgente - rubricado por un sector de los médicos, técnicos de farmacia,
laboratorio y rayos x, así como por las secciones sindicales de los
trabajadores del balneario social, sanatorio Concepción Arenal, empleados de
oficina y recaudadores -, citaba a todos los trabajadores “manuales,
intelectuales y profesionales” al objeto de “dar a conocer de la creación y
proyecciones del Comité de Integración Revolucionaria de todos los trabajadores
de Hijas de Galicia, al fin de darle solución inmediata a los problemas que
confronta nuestro centro de trabajo y que son de gran trascendencia y vital
importancia para el futuro de la Institución y de todos los trabajadores que en
ella laboramos y libramos nuestro sustento” (38). Típico ejemplo, pues, de
galimatías retórico-revolucionario, cualidad que, sin duda, ya había hecho
honda mella en la forma de expresarse del movimiento sindical cubano.
La oposición a la integración de la
Junta directiva de Hijas de Galicia demoró por algún tiempo la intervención
oficial, que, no obstante, tuvo lugar a principios de febrero de 1961, “después
de numerosos actos de indisciplina e insultos” contra la citada Junta
institucional, ordenándose por el gobierno la entrega de la Asociación a un
Comité de Integración formado por médicos, enfermeros y empleados, cuya primera
medida fue citar a todo el personal de la Casa de Salud para informarles que
“había llegado la hora de la justicia y la caída del favoritismo de esos
señores potentados que medraban a través de sus posiciones, las cuales de hoy
en adelante serán democráticas y no reaccionarias”. Comentario este último que
sirvió al cónsul de España para insistir en que el presidente, recién
destituido, de Hijas de Galicia era conocido por sus ideas republicanas “dentro
de la política de nuestro país, y no podía ser tachado precisamente de
reaccionario” (39), aparte de que había demostrado una gran dedicación y
capacidad en la dirección del centro regional.
Pocos días después, remitió a Madrid
un recorte del periódico El Mundo,
del 19 de febrero de 1961, en el que figuraban instrucciones dirigidas a los
trabajadores del hospital “La Benéfica” del Centro Gallego. En su opinión, el
Comité de Vigilancia y Defensa de la Revolución en el indicado establecimiento
sanitario, no hacía más que preparar el camino para la constitución de otro
Comité de Integración que, como en los dos casos descritos anteriormente,
provocaría la intervención gubernamental en el centro hospitalario, paso
previo, asimismo, para la incautación de las Sociedades, y que en el caso del
Centro Gallego se veía favorecida por el comportamiento de su Junta directiva,
“señalada como de tendencia marcadamente izquierdista” (40).
La siguiente entidad en ser ocupada
por las autoridades revolucionarias fue la denominada Colonia Española de Ciego
de Ávila, en este caso a raíz de un incidente acaecido, en las cercanías de su
edificio social, el 8 de marzo de 1961. Según la información recogida in situ
por el cónsul de España en Santiago de Cuba, a cuya demarcación pertenecía
Ciego de Ávila, en horas de la noche del día citado se había producido una
fuerte explosión en un solar existente en la parte trasera del edificio, que
coincidió con la celebración de un acto político del Movimiento 26 de Julio en
sus locales, próximos igualmente a la asociación de inmigrantes españoles.
Inmediatamente se formó una manifestación, que recorrió las calles de la ciudad
“con gritos e insultos contra el clero falangista”. Alguien de la manifestación
indicó que había visto correr, en el momento de la explosión, a una persona que
entró en el edificio de la Colonia Española por lo que se produjo una
inspección policial en el mismo, mientras que en la calle grupos de
manifestantes continuaban su protesta y pedían la intervención del centro. El
detenido, sin embargo, fue puesto en libertad al cabo de dos horas, dado que no
existía prueba alguna contra él. Según el diplomático español, hasta el momento
no se había producido la intervención de la asociación, pero el diario El Mundo, en una breve información
publicada al día siguiente de los hechos, aseguraba que “posteriormente se
conoció que la sociedad Colonia Española fue intervenida por ser un foco de
contrarrevolucionarios y por tenerse la certeza que de allí partió el atentado
terrorista”, indicándose además, en esta sobria gacetilla modelo de objetividad
periodística, que “muy pronto en este centro comenzará a funcionar la Escuela Conrado Benítez” (41).
A principios de julio de 1961 fue
intervenido oficialmente por el gobierno provincial el Centro Castellano de La
Habana que, como destacó Cordomí en un extenso y espléndido despacho reservado
del día 12, era la única asociación española que no había sufrido aún la
indicada medida. Con estas disposiciones gubernamentales que, sin duda, “han de
hacer desaparecer las Sociedades de nuestra colectividad, conocidas aquí como
Centros Regionales con Sanatorio, termina una etapa de la acción española en
Cuba de algo más de tres cuartos de siglo”, culminándose también esta suerte de
política expropiatoria de las grandes colectividades españolas en la Isla. El
más antiguo de los Centros regionales, añadía el diplomático, era el Muy
Ilustre Centro Gallego de La Habana, que fue fundado en 1879. Poco después se
había erigido la Asociación de Dependientes del Comercio, y años más tarde, en
1886, se fundó el Centro Asturiano. La Asociación Canaria – refundada en 1906
después de una primera etapa paralela a la del Centro Gallego – y el Centro
Castellano contaban, en efecto, con más de medio siglo de existencia, y la
última “creación de los españoles en Cuba” había sido Hijas de Galicia, erigida
hacia 1926 como Sociedad vinculada al Centro Gallego que, como sucedió con
otras agrupaciones regionales, no admitía como socios a las mujeres, aunque a
principios de la década de 1930 se erigió también la filial femenina de la
Asociación Canaria que, no obstante, parece que tuvo una corta existencia.
Narraba Cordomí, bastante puesto en
el papel de historiador, que en una de las celebraciones con las que estas
entidades festejaban determinados acontecimientos sociales como el día de su
Santo Patrón, el aniversario de su fundación y otras conmemoraciones por el
estilo, “no hace mucho, un viejo y batallador directivo castellano dijo, en una
magnífica exaltación patriótica, que las Sociedades españolas de La Habana eran
la más grande obra de España en América, desde el descubrimiento y la
colonización de este Continente”. Salvando la distancia y la proporción – añadía
el diplomático -, “y forzoso es reconocer que no es poco salvar, este
castellano tenía razón”. En efecto, “creadas todas las Sociedades y Centros por
hombres muy humildes, por trabajadores de todas las clases, lograron
mantenerse, prosperar y triunfar con sus funciones mutualistas constituyendo un
justo orgullo de nuestras colectividades, sobrepasando en mucho en su
desarrollo a las similares obras de Colonias Españolas en otros países de
América, incluyendo la Argentina” (42). Destacó también que, salvo leves
modificaciones, las bases estatutarias de las asociaciones se habían mantenido
en vigor desde su creación hasta aquellas fechas, y que todas ellas habían
sabido resistir los embates políticos y sociales que habían tenido lugar en el
país, incluyendo el hecho trascendental de la independencia de Cuba, y “aunque
alcanzadas algo por los efectos de nuestra Guerra de Liberación, se
mantuvieron, salvo breves períodos, más o menos al margen de la política, tanto
española como cubana y, dentro de un marcado españolismo, continuaron creciendo
y progresando”. Resultaba asimismo singular que “más de medio millón de socios
disfrutaran de las prestaciones de los Centros Regionales en toda Cuba y de los
beneficios de sus magníficos y amplios servicios de asistencia a la salud
pública, aparte de otros muchos de instrucción y recreo”, y no podía olvidarse
que, para una población de seis millones de habitantes, “esta enorme proporción
de beneficiarios de la mutualidad representaba una descarga importantísima, en
responsabilidad y gastos, para el Estado cubano”, puesto que, según cálculos de
hacía apenas un lustro, el setenta y dos por ciento de la asistencia médica a
las clases humilde y media estaba cubierto por este sistema, y, por si fuera
poco, “dentro del cuadro de los grandes servicios médicos privados, los Centros
Regionales españoles subvinieron a las necesidades de las clases pobres en una
elevadísima proporción desde el principio mismo de su fundación” (43). Es más,
sin esta ayuda aportada por la colectividad española a las clases populares
cubanas, las deficiencias hospitalarias del país, dados sus problemas de
infraestructura y medios sanitarios, habrían sido de extrema gravedad.
A los nombres de los grandes Centros
regionales había que añadir, pues, los de sus sanatorios, las famosas “quintas
de salud”, y los planteles pedagógicos como el Jovellanos, el Concepción Arenal
y el de la Asociación de Dependientes del Comercio de la capital cubana, donde
habían recibido educación tanto los propios españoles como sus hijos y nietos,
así como “la preparación necesaria, predominantemente de carácter comercial,
para la lucha por la vida”. Había ya en las últimas Juntas directivas –
subrayaba Cordomí – “descendientes de hasta dos generaciones de españoles que,
sin haber estado nunca en España, se sentían vinculados a nuestro país a través
de los Centros y de la ingente obra realizada aquí por sus mayores”. Todo ello,
matizaba el diplomático, “no se hizo sino con un espíritu de sacrificio, de
abnegación y de ejemplar celo administrativo, robando horas al descanso o a los
negocios particulares de los directivos, cuyos nombres debieran figurar en una
interminable lápida de españoles beneméritos”. En aquellos momentos, en fin,
sólo quedaban en pie las Sociedades de Beneficencia, “que terminarán también
por desaparecer, pues la mayor parte de sus recursos provenían, no de las
módicas cuotas sociales, sino de las rentas de sus propiedades, hoy mortalmente
heridas principalmente por la Ley de la Reforma Urbana”. Acaso, apuntaba el representante
de España, no será necesaria para ellas la intervención oficial, pues irían
arrastrando una vida mortecina que duraría meses, o tal vez un año o poco más
hasta su total desaparición. “Con la expulsión de Cuba del clero español –
concluía – y de las órdenes religiosas que tan gran labor españolista
realizaron en toda la Isla, y con la desaparición por incautación, porque así
hay que calificarla, de la gran obra de los españoles que fueron sus Centros y
Sociedades en Cuba, puede decirse, parodiando a contrario sensu las palabras
del entusiasta castellano que cito al principio, que éste es el más rudo golpe
sufrido por nosotros en América después de la pérdida de Cuba, salvando también
la distancia y la magnitud del suceso” (44).
La culminación del proceso de
incautación de todas las instituciones de la colonia española de Cuba presentó,
no obstante, un epílogo singular que se concretó en la celebración, anunciada a
bombo y platillo por la prensa revolucionaria, de una reunión en el intervenido
Centro Gallego, el 16 de diciembre de 1961 (45), al objeto de crear una
Sociedad de Amistad Cubano-Española (SACE), a la que fueron invitados todos los
españoles residentes en la Isla. Esta Sociedad, aseguraba el encargado
accidental de negocios Jorge Taberna, era una “iniciativa comunista para
unificar a la Colonia española que hasta ese momento se hallaba dividida por
razones políticas y regionales, y que ha ido sufriendo progresivamente el
control del Gobierno cubano”. Un artículo publicado en el periódico Hoy, el día 24, por el comunista español
ya mencionado Pedro Atienza, podía servir para confirmar los rumores llegados
al Consulado general de España. La reunión, que había sido convocada por el
cubano Héctor Ravelo, había agrupado a las cuatro instituciones republicanas
existentes en Cuba, que representaban a los antiguos Centros regionales y,
también, a más de sesenta Sociedades gallegas y asturianas, habiéndose
acordado, “con típica táctica marxista”, crear una amplia comisión organizadora
que elaborase los Reglamentos y estableciese los fines de la Sociedad de
Amistad Cubano-Española (SACE), con el fin de someterlos, en su día, a la
aprobación de una amplia mayoría de residentes. “Leyendo entre líneas -
aseguraba el diplomático -, se advierte que hay resistencia pasiva ante esta
iniciativa que supone la liquidación de la Colonia española como conjunto
independiente dentro de Cuba”, y podía percibirse, también, el malestar
generado por la intervención estatal de las Sociedades regionales y benéficas,
por lo que parecía quererse paliar de algún modo la situación, “destinando el
antiguo Centro Gallego para domicilio de todas las entidades españolas”, pero –
matizaba -, resultaba obvio que tal concentración de las entidades españolas
conducía a “un mejor control de las mismas, y el que en el curso de la reunión
haya tenido que tranquilizarse a los miembros de las Sociedades comarcales
españolas, inquietos por los rumores de que iban a ser disueltas, indica hasta
qué punto los comunistas están decididos a crear una especie de consolidado con todos los Centros vivos
de nuestra Colonia” (46).
En opinión de Taberna, la táctica
marxista se revelaba en la insistencia que ponía Atienza respecto a que la
proyectada Sociedad de Amistad Cubano-Española buscaría unas bases comunes de
entendimiento para todos los españoles, “cualesquiera que sean sus posiciones
ideológicas”, lo que podía interpretarse como que los comunistas aún no poseían
el control absoluto del invento y que “el proceso de apoderamiento del Poder se
halla más retrasado en lo que toca a la Colonia española que al pueblo cubano”.
La proyectada entidad se convertiría, en consecuencia, en “una plataforma
propagandística desde donde repetir sus consignas contra nuestra Patria”,
puesto que, según se afirmaba, su principal objetivo era “asegurar al pueblo
español su autodeterminación” y, además, se atacaba la “existencia de bases
militares americanas en nuestro territorio”. No obstante, la actitud global de
los españoles residentes en Cuba respecto al proyecto parecía ser la de
“resistencia pasiva y gran desunión interna”.
Según
aseguró también, los españoles se encontraban, en términos generales, bastante
atemorizados y “aunque los círculos de exilados, no estrictamente comunistas,
se engallan cada vez más, al mismo tiempo muchos de los españoles asentados en
Cuba (y que no se distinguían por su simpatía a nuestro régimen) se convencen
cada día más que, incluso contra sus propios intereses, estuvo muy justificada
la victoria de nuestro Movimiento Nacional porque, aunque no les gustase, evitó
a España seguir, anticipadamente, el curso actual de Cuba”. De cualquier
manera, concluía el diplomático, conociendo los métodos comunistas y la
política de manos libres que poseían en la Isla, sólo era cuestión de tiempo el
que sometiesen enteramente a su voluntad a los distintos grupos españoles,
mediante una de sus fórmulas favoritas, es decir, “la unificación forzosa de
todas las Sociedades españolas en una organización cuyos fundadores y
controladores son ellos mismos” (47). La tendencia general de los últimos
coletazos de la sociabilidad española en Cuba se dirigió más bien, como había
previsto Cordomí, hacia su total desaparición, mientras que las opciones
republicano-comunistas trataron de buscar otros senderos, en principio bastante
más agresivos, aunque escasamente eficaces.
El
propio día 28 de diciembre de 1961, La
Vanguardia dedicaba un sentido epitafio en recuerdo del diplomático Cordomí
que, al mismo tiempo, se enlazaba con el previsible fin de las Sociedades
españolas de Cuba. Unas entidades que, como diría el periódico, deberían
convertirse en ejemplos a imitar, puesto que habían sido de “tono y espíritu
tan limpio que no hay en toda su historia nada que no sea grato para Cuba”, y
añadía el editorialista: “¡Nos gana la melancolía al acordarnos de nuestras
Sociedades de La Habana, de Cienfuegos, de Santiago, de Camagüey, de Santa
Clara!... En el duelo por la muerte de Miguel Cordomí no deja de mezclarse este
otro duelo: el de tantas hermosuras como los españoles crearon y el de la
amargura a que ahora se ven injustamente condenadas” (48).
Intervenidos y asimilados, pues, los
Centros regionales españoles de Cuba, el movimiento societario español en la
Perla del Caribe no tardó, como preveía Cordomí, en ser eliminado en todas sus
manifestaciones, y las quintas de salud, cuyos profesionales habían podido
resistir incluso temibles embates bajo la dictadura de Batista, pasaron ahora a
engrosar la red hospitalaria del nuevo régimen, o bien se utilizaron sus
recursos técnicos para solventar las graves deficiencias que, en aquellas
fechas, comenzaron ya a dejarse sentir. Atrás quedaba un capítulo de la
historia de España en Cuba y, sin duda, de la historia sanitaria del propio
país, puesto que no pocos de sus profesionales médicos emigraron a Estados
Unidos, lo mismo que numerosos españoles, muchos de ellos de avanzada edad, que
decidieron regresar a España o, también, buscar la protección del poderoso
vecino del Norte.
En efecto, a la capital de Florida,
tal como reconocía el cónsul de España en julio de 1962, había arribado un
importante número de españoles que, en la mayoría de los casos, eran personas
de avanzada edad que habían emigrado a Cuba hacía muchos años y allí fundaron
familias. “Son ciudadanos españoles y están documentados como tales, pero por
razones obvias se sienten más vinculados a Cuba que a su patria de origen”. A
partir de la ruptura de relaciones entre Estados Unidos y Cuba, además, no
existía oficina consular estadounidense en La Habana, por lo que los residentes
en Cuba no podían obtener visados para entrar en territorio norteamericano y,
por lo tanto, para hacer frente a esta situación el Servicio de Inmigración de
Estados Unidos había venido expidiendo los denominados “visa waiver”, un
documento en el que se constataba que el titular del mismo no necesitaba visado
para entrar en la Unión, lo que, a efectos prácticos, equivalía al propio
visado. Tales documentos, que se tramitaban en Miami a solicitud de familiares
directos, habían venido concediéndose también a personas nacidas en España y en
posesión, en muchas ocasiones, de la nacionalidad, pero, un sector
relativamente importante de españoles llegados de Cuba, en condiciones
laborales precarias, no había podido beneficiarse, ni directa ni indirectamente
(a través de sus hijos y otros familiares cubanos) de las ayudas establecidas
por el gobierno estadounidense para los refugiados, mediante un programa que
era administrado por el Cuban Refugee Center y que dependía, a su vez, del
Departamento de Healt Education and Welfare. El cónsul de España, al carecer su
oficina de crédito para socorros, trató de conseguir que todos los españoles
fueran incluidos en la política de ayudas del gobierno estadounidense (49).
Las gestiones del diplomático
español se vieron facilitadas por la modificación de la ley de ayuda a
refugiados, incluyendo como destinatarios de la misma a los “ciudadanos de
cualquier país del Hemisferio Occidental”, con el fin de prever la posibilidad
de tener que ayudar a refugiados procedentes de otros países de América “en que
pudiera implantarse el comunismo, y en lo que respecta al caso de Cuba, para
ayudar a numerosos jamaiquinos que también han llegado a Miami huyendo de
Cuba”. El director del Cuban Refugee Center, Lincoln Wise, tenía interés en
ayudar a los refugiados de nacionalidad española y, en consecuencia, propuso a
su Departamento en Washington que se modificase nuevamente el texto de la ley
en el sentido de que le fueran dadas facilidades para ayudar como refugiados a
las personas que, procedentes de Cuba “huyendo del comunismo”, hubieran
residido en la Isla por un mínimo de cinco años.
El cónsul de España se entrevistó en
Washington con Meyer, Assistant Commissioner of Social Security y administrador
del programa de ayuda del Cuban Refugee Center, a quien expresó el interés del
gobierno español, basado en razones humanitarias, para que se prestase también
socorro a los refugiados llegados de Cuba pero de nacionalidad española, si
bien existía el temor de que pudieran aprovecharse del programa personas que se
encontrasen en los Estados Unidos con status de inmigrante residente,
pero el cónsul argumentó que la cuota española era de apenas 252 inmigrantes al
año, y que estaba siempre cubierta por los denominados casos preferenciales, y,
asimismo, que los responsables del programa en Miami podrían tener facultades
discrecionales para cada caso concreto. Finalmente se aceptó la modificación de
la ley, en el sentido ya señalado, por lo que, a partir del 1º de agosto, los
ciudadanos españoles llegados a Estados Unidos con “visa waiver” serían
auxiliados en condiciones de igualdad a los ciudadanos cubanos. En opinión del
cónsul, se trataba de una decisión importante para el bienestar de los
españoles procedentes de Cuba que, en su mayoría, eran de avanzada edad, puesto
que ascendía a cien dólares mensuales por familia, alimentos en especie y
asistencia médica, lo que representaba, “en el caso de los españoles, miles de
dólares” (50).
Posteriormente, según una nota de la
OID (51), el Departamento de Estado de los Estados Unidos solicitó al Congreso
una partida de 350.000 dólares para ayudar a los cubanos refugiados en España y
América Latina, al objeto de reducir su llegada a los Estados Unidos. Según
testimonios, hechos públicos por el Subcomité de Asignaciones de la Cámara de
Representantes y recogidos por la agencia de prensa UPI, se estimaba que, en
aquellos momentos, residían en España e Iberoamérica entre veinticinco y
treinta mil cubanos. Una diáspora que, desde aquellas fechas, no ha dejado de
incrementarse, convirtiendo a uno de los países de mayor demanda de inmigrantes
de toda América Latina, al menos durante el primer tercio del siglo XX, en
exportador, por causas económicas y políticas, de un gran torrente demográfico.
[1] . Ver al respecto el estudio de Alejandro García Álvarez: La gran burguesía comercial en Cuba, 1899-1920, Ciencias Sociales, La Habana, 1990.
[2] . Esta controvertida tesis, entre otras cuestiones porque los españoles de cualquier ideología no estaban precisamente orgullosos de la “pérdida” de Cuba a manos estadounidenses, se ha sostenido en diversas aportaciones, por contraposición al espíritu pro norteamericano de muchos cubanos, más pronunciado de lo que a primera vista pudiera parecer, tal como demuestran textos contemporáneos de Carlos Trelles, Ramiro Guerra, Fernando Ortíz y otros. Respecto a las consabidas tesis sobre el presunto “yanquismo” del colectivo español puede verse, entre otros, el trabajo de Jorge Ibarra: Cuba: 1898-1921. Partidos políticos y clases sociales, Ciencias Sociales, La Habana, 1992.
[3] . J. Pérez de la Riva: “Los recursos humanos de Cuba al comenzar el siglo: inmigración, economía y nacionalidad (1899-1906)”, en La República Neocolonial. Anuario de Estudios Cubanos, Ciencias Sociales, La Habana, 1975, I: 13-14.
[4] . C. Naranjo Orovio: Cuba, otro escenario de la lucha. La guerra civil y el exilio republicano español, CSIC, Madrid, 1988.
[5] . Comunicación del Comité Ejecutivo de la Casa de Salud “Covadonga” del Centro Asturiano de La Habana al Embajador de España, La Habana, 19-07-1956 (AGA. Exteriores, C-5361).
[6] . Informe confidencial y muy reservado del cónsul de España en Santiago de Cuba, J.M. del Moral, al encargado de negocios de la Embajada de España, Santiago de Cuba, 11-09-1958 (AGA. Exteriores, C-5356).
[7] . Ibídem.
[8] . Informe de J.M. del Moral al encargado de negocios de la Embajada de España, Santiago de Cuba, 18-09-1958 (AGA. Exteriores, C-5356).
[9] . Despacho de Lojendio del 6-12-1958 (AGA. Exteriores, C-5358).
[10] . Despacho de Lojendio del 11-04-1959 (AGA. Exteriores, C-5359).
[11] . Ibídem, fol. 2.
[12] . Ibídem, fol. 3-4, y orden reservada del Ministerio, Madrid, 17-04-1959.
[13] . Como la demandada, el 25-05-1959, por una autoridad militar española cuya familia poseía una finca en Cuba, y deseaba saber si la nacionalización conllevaba, por lo menos, la presumible indemnización a sus legítimos propietarios. Salvador aseguró, en respuesta del 26-05-1959, que efectivamente tales medidas expropiatorias habían sido promulgadas mediante la Ley de Reforma Agraria decretada el 17-05-1959 y que, obviamente, no podía ofrecer informaciones concretas, pero que la representación española y el Ministerio estaban muy atentos respecto a la afectación de los intereses españoles (AMAE, R6568-52).
[14] . Oficio de la dirección general de Centro y Sudamérica al embajador de España en Cuba, Madrid, 8-01-1960 (AMAE, R6568-52).
[15] . Oficio de Groizard del 29-01-1960 (AMAE, R6568-52).
[16] . Carta de Tomás Lozano a José Joaquín Zavala, Madrid, 30-01-1960 (AMAE, R6568-52).
[17] . Oficio del director general de Centro y Sudamérica a los interesados, Madrid, 5-02-1960 y comunicación de la misma fecha al encargado de negocios de España en Cuba (AMAE, R6568-52).
[18] . Informe de Caldevilla al director de la OID, La Habana, 8-04-1960 (AGA. Exteriores, C-5360).
[19] . Instancia del interesado del 29-05-1960, oficios de Miguel Cordomí del 9 y 24-06-1960, y oficios de Pedro Salvador del 14 y 18-06-1960 (AMAE, R6568-52).
[20] . Telegrama cifrado de Castiella, con referencia a otro anterior, al encargado de negocios en Cuba, 19-10-1960 y de Groizard al Ministerio, La Habana, 21-10-1960 (AMAE, R6568-52).
[21] . Telegramas cruzados entre familiares y dirección general de Centro y Sudamérica, 25-04-1961 (AMAE, R6527-17).
[22] . Despacho de Cebral del 10-12-1962 (AMAE, R6919-23).
[23]. Despacho de J. Taberna, La Habana, 30-12-1962 (AMAE, R6919-23).
[24] . M. Villar: Agrarismo y revolución, Playor, Madrid, 1974: 66-67. Este autor llega a comparar, basándose en un texto clásico de Fernando Ortiz, las raciones de los negros esclavos en 1842 con las disponibles para los cubanos de 1962.
[25] . M. Gutelman: La agricultura socializada en Cuba. Enseñanzas y perspectivas, México, 1970: 22-30.
[26] . Despacho citado de Jorge Taberna, del 30-12-1962.
[27] . “Condena Unión Social la actitud del señor Embajador de España”, Avance, La Habana, 25-01-1960, recorte en AMAE, R5971-2.
[28]. Pedro Atienza: “¡A sacudir la mata en los Centros Regionales!”, Hoy, La Habana, 26-01-1960 (recorte en AMAE, R5971-2).
[29] . Despacho de Miguel Cordomí, La Habana, 26-01-1960 (AMAE, R5971-1).
[30] . Como Garcilaso Rey, presidente de honor del Centro Gallego y del Casino Español, que había participado como delegado en el congreso de emigración que se había celebrado en La Coruña, así como un miembro de la Junta Directiva del Centro Asturiano y el padre Rubinos, capellán de la Benéfica Gallega e Hijas de Galicia, que también había intervenido en las citadas jornadas sobre emigración, y asimismo Paulino Díaz, presidente de la Cámara de Comercio.
[31] . Despacho de Cordomí del 5-02-1960 (AMAE, R5971-1).
[32] . Gaceta Oficial de la República de Cuba del 26-01-1960: 1874-1876.
[33]. Despacho de Cordomí del 11-02-1960 (AMAE, R6527-17).
[34]. Ibídem, fol. 4.
[35]. Ibídem, fol. 5-6.
[36] . Despacho reservado de Cordomí, del 8-09-1960 (AMAE, R6568-52).
[37] . Despacho reservado de Cordomí del 29-09-1960 (AMAE, R6527-17).
[38] . “Aviso Importante”, adjunto a despacho citado.
[39] . Despacho reservado de Cordomí del 12-02-1961 (AMAE, R6527-17).
[40] . Despacho reservado de Cordomí del 20-02-1961 (AMAE, R6527-17).
[41] . Despachos reservados de Cordomí del 9 y 17-03-1961, recorte de El Mudo, “Intervienen la Colonia Española de Ciego de Ávila”, 9-03-1961 y despacho reservado de Groizard del 18-03-1961 (AMAE, R6527-17).
[42] . Despacho reservado de Cordomí, como encargado de negocios de la Embajada de España, del 12-07-1961 (AMAE, R6527-17).
[43] . Ibídem, fol. 3-4.
[44] . Ibídem, fol. 4-5. Pedro Salvador de Vicente envió una copia del despacho a Adolfo Martín Gamero, director de la OID, considerando que “sobre él se podría redactar alguna noticia o crónica en la que se exaltase la labor benéfica que siempre realizaron los Centros españoles en Cuba; como verás, el despacho tiene algunos extremos que no pueden ser utilizados” (Oficio en AMAE, R6527-17).
[45]. Los interventores gubernamentales del Centro Gallego, Camilo Vila y Eugenio Rodríguez, habían dictado con anterioridad una resolución disponiendo que el, hasta entonces, teatro “Estrada Palma” de la entidad, pasase a denominarse “García Lorca”, según noticia publicada en El Mundo, La Habana, 20-08-1961 (recogida por V. Ferrer Gutiérrez: Los Andes dijeron ¡No!, Ediciones del Instituto de Cooperación Interamericana, Madrid, 1968: 94-95).
[46] . Despacho reservado de Jorge Taberna del 28-12-1961 (AMAE, R6527-17).
[47] . Ibídem, fol. 3-4.
[48] . “Las Sociedades españolas de Cuba”, La Vanguardia, Barcelona, 28-12-1961.
[49] . Despacho de Juan R. Parellada, Miami, 9-07-1962 (AMAE, R6890-27).
[50] . Ibídem, despacho del 2-08-1962 y saluda del director general de Asuntos Consulares al director general de Política Exterior (también en AMAE, R6890-27).
[51] . Nota de prensa de la OID (Madrid), procedente de UPI, Washington, 10-09-1962 (AMAE, R6890-27).
*Manuel Antonio de Paz Sánchez, natural de Santa Cruz
de La Palma, Islas Canarias, España (1953).
Doctor en Historia con Premio
Extraordinario y Catedrático en Historia de América en la U. de La Laguna,
Islas Canarias.
Autor del libro Zona de Guerra. España y
la revolución cubana (1960-1962) editado en Taller de Historia del Centro
de la Cultura Popular Canaria, del que tomamos el artículo que antecede
correspondiente al capítulo II
También es autor, entre otras numerosas
publicaciones y artículos en revistas especializadas de: Historia de la
francmasonería en las Islas Canarias, 1739-1936 (Gran Canaria, 1984; Premio
"Viera y Clavijo"; Wangüemert y Cuba (Tenerife,1991 y 1992; Amados
Compatriotas (Tenerife, 1995). Coautor de Masonería y Pacifismo en la España Contemporánea
(Zaragoza, 1990); El Bandolerismo en Cuba, Presencia Canaria y protesta rural,
1800-1933 (Tenerife, 1994; La Esclavitud Blanca (Tenerife 1993); Zona Rebelde y
coautor también de La América Española (1763-1898).
Ex Director del
Departamento de Historia de la Universidad de La Laguna y Director-fundador de
"Taller de Historia" del Centro de la Cultura Popular Canaria.
Experto estudioso de la masonería en Canarias con vinculación institucional
para asesoramiento.
véase www.tallerdehistoria.com,