ZONA DE GUERRA

EL OCASO DE LA COLONIA ESPAÑOLA

                               Por D. Manuel de Paz Sánchez*

 

Con la desaparición por incautación, porque así hay que calificarla, de la gran obra de los españoles que fueron sus Centros y Sociedades en Cuba, puede decirse, parodiando a contrario sensu las palabras del entusiasta castellano que cito al principio, que éste es el más rudo golpe sufrido por nosotros en América después de la pérdida de Cuba, salvando también la distancia y la magnitud del suceso.

 

Despacho reservado de Miguel Cordomí, encargado de negocios de la Embajada de España, del 12-07-1961.            

 

 

 

La otrora boyante colonia española de Cuba, tan criticada por la historiografía revolucionaria a causa de sus éxitos comerciales (1) y de su presunto yanquismo (2), y cuyos esplendorosos palacios, excelente prensa diaria y “bien organizados servicios”, según consideró Juan Pérez de la Riva, “resultaron mucho más peligrosos a la naciente nacionalidad cubana que los folklóricos cabildos de nación” (3), experimentó, a partir de la fundación de las primeras asociaciones regionales en el último cuarto del siglo XIX, el impacto de los tres grandes acontecimientos que jalonan la Historia Contemporánea de España y de Cuba: la guerra de Independencia, la importante cesura producida en su seno por la guerra civil española (4) y, desde luego, el advenimiento de la revolución cubana, acontecimiento éste último que por sus propias características le asestó un golpe mortal y tendió a eliminarla por asimilación, hasta que, en tiempos muy recientes, la búsqueda de la identidad perdida y la necesidad de sobrevivir, junto al paralelo incremento de la inversión española en la Perla del Caribe, han tratado de reverdecer nuevos brotes en el tronco común con la vieja y renovada España.

            Los colectivos españoles de Cuba, a pesar de los eternos problemas generados por sus luchas intestinas a causa de conflictos por la supremacía, las disputas administrativas de las sociedades y centros de salud y, sin duda, por la división originada por razones ideológicas y políticas, entre otros factores, habían llevado, desde su constitución, una existencia no exenta de sobresaltos, pero sus vínculos con la representación diplomática española, en los años previos al estallido insurreccional en la etapa crepuscular del régimen de Batista y, de hecho, desde prácticamente la independencia del país, nunca decayeron. El 19 de julio de 1956, por ejemplo, el comité sindical de la Casa de Salud “Quinta Covadonga”, perteneciente al Centro Asturiano de La Habana, que agrupaba a unos seiscientos trabajadores en su mayoría españoles, se dirigió con absoluto respeto al embajador de España, “independientemente del sentir o pensar de cada cual”, para exponerle los acuerdos tomados en asamblea celebrada el día anterior, aniversario del 18 de julio, en pos de “una reconciliación entre la familia hispana”, y para solicitar la promulgación de una amnistía para todos los presos políticos, así como garantías para los exiliados que deseasen volver a su patria (5).

            Pero es que, de forma paralela a la inestimable ayuda prestada por la Embajada española a numerosos perseguidos, a causa de la cruenta represión desencadenada por las fuerzas de Batista durante los dos largos años de la insurrección revolucionaria, y, desde luego, al margen de la labor desarrollada, a título individual, en el propio proceso revolucionario por numerosos ciudadanos españoles, en el contexto de una tradición que hundía sus raíces en el pasado revolucionario de Cuba, también las organizaciones de la colonia española - aparte claro está de los institutos religiosos de origen hispano, como luego se verá -, prestaron un apoyo relevante a la oposición contra el régimen, mediante la acogida, por ejemplo, en sus centros de salud de rebeldes que habían resultado heridos en refriegas contra las fuerzas de seguridad, contando para ello con la colaboración de las autoridades diplomáticas españolas.

En un despacho confidencial y muy reservado del cónsul de España en Santiago de Cuba, J.M. del Moral, del 11 de septiembre de 1958, se detallaban al respecto las declaraciones verbales realizadas, en busca de la aquiescencia y de la protección del consulado, por don Balbino Rodríguez, presidente de la Colonia Española en la capital oriental, en relación con Ricardo Gómez, secretario-letrado del indicado Centro, que había sido detenido por las autoridades militares acusado de ser un “fidelista peligroso”. El presidente Rodríguez y su acompañante, el alcalde de Santiago Pedro Vázquez, acudieron al comandante Miguel de la Noval para obtener la libertad del detenido pero, al fracasar sus gestiones, optaron por dirigirse al general jefe del distrito, del Río Chaviano, quien, seriamente embriagado, “les aseguró que el detenido merecía ser ejecutado por sus actividades contrarias al Gobierno” y, ante la insistencia por parte de sus interlocutores respecto a la no culpabilidad del preso, llegó a asegurarles que estaba dispuesto a ordenar que subieran de inmediato al detenido y a matarlo personalmente en su presencia. Del Río les dijo también que acababa de ver el cadáver de un teniente muerto por los rebeldes, que la ciudad estaba llena de revolucionarios y, “perdiendo cada vez más el control de sus nervios, llegó a afirmar que estaba dispuesto a acabar con el Centro de la Colonia Española y con el Sanatorio, en donde solo se cuidaba y atendía a los enemigos del Gobierno de Cuba” (6).

            Además, el temible general batistiano lanzó al rostro de sus atemorizados visitantes que los “verdaderos culpables se encontraban en el aristocrático reparto de Vista Alegre”, donde los rebeldes obtenían apoyo y fondos para su causa, y añadió, en el colmo de su prepotencia, que si la situación se prolongaba “ordenaré a mis soldados que prendan fuego a todo el barrio y yo, como un nuevo Nerón, contemplaré el incendio de la ciudad”. Pese a todo, tras larga insistencia, el presidente de la Colonia Española y el alcalde de la ciudad consiguieron la libertad del reo, que había sido objeto de malos tratos en el cuartel del SIM, aunque no presentaba heridas graves, lo que se comprobó mediante un reconocimiento practicado en el Sanatorio del Centro de la Colonia Española. Su detención se debió, al parecer, a la utilización por un empleado subalterno de la Asociación de Industriales Panaderos, de la que también era secretario-letrado el detenido, de la misma máquina de escribir y del mimeógrafo de esta entidad, en el que se imprimieron unos panfletos, en los que se pedía a los miembros de las fuerzas armadas que desertaran y se unieran a los rebeldes. El empleado había conseguido escapar, pero las autoridades militares de la ciudad no dudaron en acusar al abogado como autor del libelo. No obstante, el día 8, Ricardo Gómez embarcó, en unión de su esposa y de sus hijas, con destino a La Habana, al objeto de proseguir viaje a España donde tenía familiares cercanos (7).

            En este contexto de desmoronamiento y de degradación moral del régimen de Batista, dibujado con precisión cinematográfica por los responsables de la diplomacia española, que describían con multitud de detalles las acometidas de los rebeldes, los incendios de medios de transporte, el ametrallamiento de turismos que circulaban por zonas prohibidas, la aparición de cadáveres torturados en los suburbios, y la orgía de alcohol y crueldad que envolvía a los últimos defensores de un sistema político virtualmente derrotado, junto a la audacia cada vez mayor de los rebeldes, no faltaron, tampoco, las alusiones a enfrentamientos concretos donde, los heridos del campo rebelde fueron atendidos en centros sanitarios de la Colonia Española. Así acaeció, por ejemplo, en el enfrentamiento ocurrido en el reparto Altamira, de la propia ciudad de Santiago, en el que los insurgentes habían tenido dos muertos, los hermanos Rojas, además de un herido grave, Raúl López, que fue visto por algunos socios del Club de Pesca y, avisado el Sanatorio de la Colonia Española, se envió una ambulancia en la que fue recogido y atendido, hasta que murió al día siguiente. “Se afirma que, pocos momentos después de haber sido hospitalizado el herido, se presentó un automóvil de patrulla para recogerlo y trasladarlo al hospital, a lo que se opusieron enérgicamente los médicos de dicho Centro benéfico” (8).

            Paralelamente, la representación diplomática de España en La Habana se vio obligada a intervenir, en no pocas ocasiones, a favor de ciudadanos españoles detenidos en la capital, bajo la acusación de apoyar la acción revolucionaria. Sucedió así con dos hermanos españoles y miembros de la Asociación de Comerciantes Detallistas de La Habana, Ángel y Sergio Seijo Cotarelo, que fueron detenidos, el 24 de noviembre de 1958, acusados de poseer, en un establecimiento comercial de su propiedad, “propaganda contra el Gobierno y armas de corto calibre”, si bien el primero fue puesto en libertad al día siguiente. Julio Redondas y Manuel Valle, miembros de la citada Asociación comercial, se presentaron en la Embajada el día 28, solicitando su protección e intercesión ante la carencia de noticias sobre el segundo de los detenidos. Lojendio encargó del asunto al canciller Alejandro Vergara, que localizó al compatriota en la Décima Estación de policía y, mediante las oportunas gestiones ante el coronel Conrado Carratalá, jefe de la División Central de la indicada fuerza, fue puesto a disposición de la Embajada, que lo embarcó para España el 5 de diciembre. La representación diplomática recibió las felicitaciones del interesado y sus familiares, así como también del representante de la Asociación de Comerciantes y Detallistas, “agrupación de gran importancia en La Habana” (9).

            Los ejemplos podrían multiplicarse, pero pueden valer como muestra los que acabamos de esbozar, aparte claro está de las múltiples gestiones, ya aludidas, realizadas por Lojendio y sus colaboradores al frente de la representación diplomática española. No obstante, tras el triunfo revolucionario, ni la Iglesia, como luego veremos, ni los súbditos españoles se vieron libres de la persecución, desatada ahora por motivos sustancialmente similares, esto es, la presunta falta de lealtad al régimen político imperante en Cuba, sea del color político que fuere. Nuevamente la Embajada de España se verá obligada a intervenir en defensa de sus compatriotas, unos inmigrantes que, en muchos casos, lo habían arriesgado todo para labrarse un porvenir al otro lado del Océano.

            En efecto, a medida que la revolución consolidaba sus pasos hacia un sistema político de carácter comunista, respetables ciudadanos españoles como el señor Enrique Gancedo, un anciano de setenta y seis años con sesenta y cuatro de residencia en Cuba pero que mantenía la nacionalidad española, presidente en distintas ocasiones y en aquellas fechas de la Asociación de Dependientes, una organización de sesenta y cinco mil socios que constituía, al decir de Lojendio, “una de las más importantes instituciones de nuestra Colonia”, hombre de fortuna, ex presidente de la Cámara española de Comercio y que poseía, entre otros galardones, la Encomienda de Número de Isabel la Católica, lo que le convertía en una de las “personalidades más representativas de la colectividad española en Cuba”, había sido protagonista de lo que el máximo representante diplomático de España no dudó en definir como el “enojoso incidente Gancedo”, aunque tal vez la resolución del mismo, se prometía el embajador con su acostumbrado optimismo, había servido para “aclarar posiciones y sentar un precedente que nos ha de ser útil en el futuro” (10)

            Los hechos, pues, merecen ser narrados con cierto detalle. El sábado 4 de abril de 1959, don Enrique Gancedo trató de tomar, con toda su documentación en regla, el avión de Iberia con destino a Madrid, pero fue detenido en el aeropuerto y conducido a la fortaleza de La Cabaña, sede de una parte importante de la guarnición de La Habana y con ella de la policía militar revolucionaria, a cuyas oficinas fue remitido. Advertido el embajador, se personó en el acto en La Cabaña donde se entrevistó con el teniente auditor Rivero, jefe de la policía militar, a cuya disposición estaba el detenido. Según Lojendio, “en la primera fase de nuestra conversación, al pedirle el teléfono para llamar al Ministro de Estado, me dijo el citado teniente que él no recibía órdenes del Ministro, ni del Primer Ministro – que ya es decir, porque en esos momentos el primer ministro era ya el propio Fidel Castro -, ni del ciudadano Presidente, que su jurisdicción es autónoma, que está encargado de la depuración política y que depende exclusivamente del Comandante Guevara y, en última instancia, del Comandante Raúl Castro, Jefe de las Fuerzas Armadas” (11). Lojendio recurrió entonces al lado humanitario del asunto, puesto que su interpelado no daba importancia alguna a la condición de extranjero del preso, y destacó que, de acuerdo con la dignidad humana de la que tanto hablaba Fidel Castro, Gancedo era una persona anciana y, además, enferma del corazón, ante lo que reaccionó favorablemente el teniente auditor, pero, aclaraba el diplomático, no por causas de tipo filantrópico, sino que, “temiendo sin duda que yo fuese a plantear alguna denuncia basada en esas razones, accedió a disponer que el señor Gancedo quedase detenido en su domicilio”.

Poco después, el propio embajador planteó el asunto al primer subsecretario de Estado, en ausencia del titular del Ministerio, y subrayó la imposibilidad de admitir la depuración política de un ciudadano español y, además, su propósito de llegar a las últimas consecuencias, recurriendo al cuerpo diplomático y, especialmente, a embajadores como los de Estados Unidos y de China nacionalista que tenían en el país gran cantidad de ciudadanos que no podían estar expuestos, como tampoco los españoles, a ser depurados políticamente y menos aún, añadió, “por autoridades dependientes de los dos citados Comandantes, que han sido públicamente acusados de comunistas”, y le advirtió, incluso, acerca de las repercusiones del affaire, a cuya difusión pública estaba dispuesto a llegar. Dos horas después, refiere Lojendio, se le avisó por teléfono que el primer ministro tomaba cartas en el asunto y, previo un rápido esclarecimiento de que no existían acusaciones concretas contra Gancedo, sería decretada su libertad, como así ocurrió al día siguiente. La acusación contra él se basaba en el hecho de que había acudido y había pronunciado algunas palabras en una recepción celebrada en el Palacio Presidencial en marzo de 1957, con objeto de felicitar a Batista por haber salido ileso del ataque armado del Directorio Revolucionario, actuación protocolaria a la que, como no ignoraba Lojendio ni tampoco desconocían sus interlocutores gubernamentales, había sido forzado indirectamente como alto representante de la colonia española, lo mismo que otros muchos elementos de organizaciones cívicas y agrupaciones de similar categoría y, curiosamente, como también acaeció a raíz del propio incidente Lojendio.

            Puesto en libertad Gancedo el 7 de abril, al día siguiente fue detenido por segunda vez en el aeropuerto, en presencia del embajador que había acudido a despedirle personalmente, esta vez por un oficial de otro organismo de la policía revolucionaria que, al decir del diplomático, “fue sordo a mis razones lo que me obligó a acudir de nuevo al Ministro de Estado, quien también esta vez hizo intervenir rápidamente al Primer Ministro”, logrando, al fin, embarcar rumbo a España al perseguido. No digo a V.E., añadía Lojendio, lo que ha habido de penoso, de vejatorio para el detenido y, también, “de difícil para mí en el trato con estos oficiales revolucionarios endurecidos en una manera de actuar que nada tiene que ver con la mentalidad de este pueblo y su habitual cordialidad, y en los que se advierte un tono demasiado parecido al de los conocidos patrones comunistas”. Además, justificaba su propia determinación en el hecho de que se trataba del primer incidente en que autoridades revolucionarias, como las de la policía militar que eran las más temidas y que “ni el propio Gobierno puede muchas veces controlar”, intentaban someter “a su jurisdicción omnipotente y a menudo arbitraria, y en los términos vagos y peligrosos de una depuración política, a un ciudadano español”. La resolución del asunto, que había tenido una notable repercusión dentro y fuera de la colonia española, complació al embajador y al Ministerio español de Asuntos Exteriores (12).

 

            Ahora bien, al margen de los problemas ocasionados por las múltiples situaciones personales de los ciudadanos españoles residentes en la Isla, desde la propia España no tardó en requerirse información, por parte de españoles que vivían en territorio nacional, respecto a las expropiaciones decretadas por el gobierno revolucionario. El director general de Centro y Sudamérica del Ministerio de Asuntos Exteriores, Pedro Salvador Vicente, trató de complacer en este sentido las primeras demandas de información sobre la ley de nacionalización de fincas agrícolas, recién promulgada por el gobierno de Cuba, en el contexto de la reforma agraria y de la política de expropiaciones del INRA (13).

Posteriormente, a medida que fue avanzando el temporal de las nacionalizaciones, el Ministerio español requirió informes adicionales sobre la incautación de industrias, por haberse recibido peticiones procedentes de nacionales españoles con intereses en las mismas, entre otras las de la firma José Arechavala, S.A. de Cárdenas (Matanzas) _(14).  El encargado de negocios, Eduardo Groizard, respondió que la medida había sido adoptada por el Ministerio de Trabajo de Cuba para “resolver problemas de carácter laboral”, y que la intervención podía durar seis meses, sin suponer necesariamente la incautación de las empresas, peligro que sí existiría en el caso de que la intervención hubiese sido dictada por el Ministerio de Recuperación de Bienes (15).

            En fechas sucesivas se pidieron a La Habana referencias sobre otras normas legales, como las leyes cubanas sobre precios de terrenos para edificar, y el texto de la propia ley sobre rebaja de alquileres, de principios de 1959 (16). Al mismo tiempo, se aconsejó a los signatarios de reclamaciones, como por ejemplo dos hermanos de Santa Marta de Ortigueira (La Coruña), la necesidad de agotar las vías jurídicas internas de Cuba, como trámite previo a cualquier actuación por parte de la representación diplomática española en La Habana (17), lo que, desde luego, hacía cada vez más difícil conseguir reparación legal alguna por la expropiación sufrida, aunque se remitió a la Embajada la instancia de los reclamantes. Un resumen de prensa de Jaime Caldevilla, del 8 de abril de 1960, destacaba entre otras cuestiones “la sistemática y apresurada” intervención administrativa de empresas privadas, así como la congelación de cuentas a sus legítimos propietarios y la confiscación de bienes, “con pretextos fútiles, en la mayoría de los casos” (18).

Poco tiempo después, otro particular coruñés de Santa Marta de Ortigueira, en nombre propio y de sus cuatro hermanos, reclamó al Ministerio y al consulado general de España en Cuba en relación con una finca rústica de su propiedad de unas dos y media caballerías, y por lo tanto exenta de expropiación de acuerdo con la propia ley revolucionaria, que estaba ubicada en la población habanera de San Antonio de los Baños y que había heredado de su padre, quien la había adquirido en 1890. El interesado, que ponía de relieve la existencia de un expediente de expropiación incoado por el juzgado de San Antonio de los Baños, manifestaba su protesta y exponía su negativa a aceptar la expropiación ordenada por el gobierno revolucionario y, por ello, solicitaba una reclamación por la vía diplomática. Miguel Cordomí,  desbordado ante la abrumadora realidad de los acontecimientos, le aseguró que, “a la vista de casos anteriores, creo muy poco probable que el presente Gobierno cubano dé satisfacción a su reclamación y a nuestra protesta”. No obstante, la apertura del expediente sirvió, al menos, para que se le ordenase al cónsul que remitiese a Madrid una lista nominal de todas las reclamaciones existentes, a efectos de constancia en el Ministerio. Pero, Cordomí casi se adelantó al requerimiento, al indicar que las reclamaciones empezaban a ser abundantes y que se les prestaba la debida atención por parte del consulado y de la propia Embajada, aunque trató de subrayar la práctica imposibilidad de llegar más lejos en las actuaciones. Aquella revolución, afirmó, era de un tipo completamente diferente a las demás, es decir, a las que habían tenido lugar en el país en épocas anteriores (19).

            Meses después, la nacionalización masiva del tejido industrial y comercial del país dio lugar a nuevos sobresaltos en el Palacio de Santa Cruz. Telegramas cifrados de Eduardo Groizard habían dado cuenta del gran impacto que, en el seno de la colonia española, habían tenido las nacionalizaciones de textiles, alimentación, molinos de arroz y café, y grandes almacenes, renglones especialmente sensibles para los inmigrantes hispanos, que se vieron aún más perjudicados e indefensos porque, en su inmensa mayoría, habían adoptado la nacionalidad cubana. Por si fuera poco, los ahorros invertidos en bienes inmobiliarios se esfumaron a causa de la draconiana aplicación de la ley de reforma urbana, con lo que el problema adquirió tintes catastróficos para estos comerciantes y propietarios españoles que, como diría el representante de España, “fueron los que más ayudaron aquí durante la guerra civil, a la causa nacional”. El telegrama de Groizard, en fin, resultaba aún más preocupante en su sobriedad, puesto que aseguró que existía “temor entre pequeños comerciantes e industriales que les suceda lo mismo, a pesar de seguridad Primer Ministro (20), lo que no tardaría demasiado en confirmarse. La representación diplomático hizo lo que pudo, en aquellas circunstancias, tratando de facilitar por ejemplo el regreso de algunos españoles arruinados por las expropiaciones revolucionarias, que en varias ocasiones fueron reclamados por sus familiares en España (21).

            Sendos despachos del encargado de asuntos consulares, M. R. Cebral y del encargado de negocios de la Embajada Jorge Taberna, correspondientes al 10 y al 30 de diciembre de 1962, ponían de relieve, finalmente, la virtual culminación del proceso de aniquilación de la propiedad privada en Cuba. Un decreto del gobierno revolucionario, publicado el 4 de diciembre, ordenaba la inmediata nacionalización de las tiendas de ropa y textiles, peleterías y ferreterías. Esta medida, lo mismo que las anteriores referidas a otras ramas de la actividad comercial (ultramarinos, bodegas, almacenes varios, hoteles y otros rubros), afectaba a la gran mayoría de los establecimientos comerciales, por lo que había producido una “gran impresión en la marcha de este Régimen hacia la supresión absoluta de la propiedad privada”. Naturalmente, perjudicaba también a gran número de españoles que, aunque nacionalizados cubanos a causa de las leyes “coactivas e impositivas sobre propiedad y dirección de negocios”, conservaban para el Consulado general y de acuerdo con las tendencias de la doble nacionalidad que se extendían por la América hispana, su nacionalidad española y, desde luego, repercutía negativamente en los familiares de muchos de estos pequeños propietarios que residían en España.

El sibilino decreto del gobierno revolucionario ofrecía a los antiguos propietarios continuar como empleados a las órdenes del interventor estatal, pero con el sueldo corriente de los trabajadores, aunque, “en la práctica, o no reciben sueldo, o son desplazados completamente en cuanto se sospecha de ellos, como ocurre en la mayoría, no ser entusiastas del régimen por no pertenecer a las organizaciones del mismo”. El encargado del Consulado se preocupaba por divulgar, según manifestó, que el haber adoptado la nacionalidad cubana no implicaba la pérdida de la española de origen, si bien eran los propios interesados los que, hasta aquellos momentos, se habían abstenido de recurrir con frecuencia al Consulado, aunque comenzaban a hacerlo, “bien para solicitar protección, o bien para consultar sobre su actitud presente y futura”, tratando de informarse, sobre todo, acerca de la obligación de vender la firma comercial a los consolidados nacionales de las diferentes ramas comerciales (22). Aspecto que, por otro lado, constituye una prueba más de la creciente preocupación de las autoridades diplomáticas españolas en relación con los derechos de sus coterráneos.

            Jorge Taberna abundó, por su lado, en la enorme importancia de la ley de nacionalización del comercio, destacando su publicación en la prensa y llamando la atención sobre su peculiar justificación, que no se basó en ningún principio ideológico del marxismo, sino en la “necesidad de evitar la criminal especulación” y garantizar a los trabajadores la distribución de artículos esenciales como el vestido, el calzado y otros de uso doméstico. La propia ley establecía que los pequeños propietarios debían ser objeto de un tratamiento diferente, “según es política declarada del Gobierno revolucionario”, quedando excluidos – provisionalmente – los comercios pequeños administrados en exclusiva por los propietarios y su familia, y, además, por el artículo 5 se concedía una indemnización a los propietarios de las empresas nacionalizadas, consistente en el pago de una cantidad inicial equivalente al diez por ciento de sus valores y el resto en ciento veinte mensualidades iguales y consecutivas (10 años), que era casi lo mismo que no pagar. Por otra parte, se reconocía (artículo 6) el derecho a la jubilación de los propietarios con cargo a la seguridad social, siempre que hubiesen cumplido los sesenta años de edad, cuyas pensiones serían reguladas por el Ministerio de Comercio Interior, y también se les garantizaba el derecho al trabajo. La ley, que fue seguida de una intensa campaña oficial de apoyo por parte de los trabajadores de los establecimientos implicados y por la propia prensa revolucionaria en toda la Isla, dio lugar por otra parte a una práctica que se convertiría en tradicional, consistente en la publicación de noticias, con nombres y apellidos, de los acaparadores descubiertos, “acusando de especulación, de almacenamiento de mercancías de otro ramo distinto del suyo y de tenencia ilícita de divisas nacionales y extranjeras, a bastantes propietarios intervenidos”.

En este contexto, subrayaba Taberna, aparte de lo que de verdad pudiera haber en algunos casos, el interés del gobierno se centraba en “conseguir el apoyo y la indignación del pueblo que está sufriendo la escasez de los artículos de primera necesidad; y también se evita pagar las indemnizaciones prometidas ya que, en el caso de acaparamiento de mercancías”, se aplicaba la Ley 697 de 22 de enero de 1960, más conocida como “Ley de protección al consumidor”, que disponía la incautación de las mercancías acaparadas con fines especulativos y la puesta a disposición de los tribunales de los responsables del delito. Pero, para entender el problema en todos sus matices, se hacía necesario partir de la base de que en un Estado comunista, como era Cuba en aquellos momentos, el derecho de propiedad se encontraba reducido a su mínima expresión y, por lo tanto, la simple tenencia de una cantidad de “divisa nacional” que se estimase superior a la que se necesitaba para mantener el hogar, o la posesión de un número elevado de artículos de consumo y, con más razón, de divisas extranjeras constituía un delito “que se castigaba con mayor o menor severidad según la procedencia social y la ideología del delincuente”. En consecuencia no era difícil incurrir en las sanciones previstas por la legislación cubana, y resultaba muy arriesgada la actuación de quienes intentaban sacar provecho de la escasez de alimentos y de objetos de uso doméstico por los que atravesaba, en aquellas fechas, el pueblo cubano (23).

Mario Villar ha destacado que los resultados de la reforma agraria y, en general, de la política económica diseñada por el gobierno durante los primeros años de la revolución, fueron tan catastróficos que los índices de producción descendieron en forma escandalosa, puesto que ya en 1962 “el país estaba sometido al más rígido y penoso racionamiento de productos esenciales para la alimentación del pueblo, que recuerda la historia de Cuba en todas sus épocas”. Obviamente, añade este autor, era demasiado burdo culpar a la agresión imperialista del racionamiento del arroz, frijoles y viandas, que se daban pródigamente en la maravillosa tierra cubana (24), sobre todo porque, tal como había subrayado Michel Gutelman, junto a la predominante caña de azúcar, en Cuba se habían introducido muchas clases de plantas que eran objeto de comercio, a veces importante. “Por otra parte, dado el carácter favorable del medio natural, hubiera sido sorprendente que no se intentaran en Cuba otros cultivos”. En el cuadro productivo del país, el arroz, alimento básico de la población cubana, había adquirido un notable desarrollo a partir de la modernización de las técnicas de cultivo, durante la década de 1940 (25).

            En opinión del encargado de negocios de España, la nacionalización comercial, previsible junto a otras más duras que habrían de venir dado el curso radical de la revolución cubana, causó enormes perjuicios a los miembros de la colonia española que aún permanecían en el país, y que integraban, en su mayor parte, pequeños y medianos comerciantes. La Embajada, en estrecho contacto con el Consulado general, procuraba atender sus demandas, procediendo a la redacción de Notas verbales con destino al Ministerio de Relaciones Exteriores, “en las que se apoya la solicitud del súbdito español de que se trate”. Hasta aquel momento se habían recibido contestaciones, en el sentido de que las reclamaciones habían sido trasladadas a las autoridades competentes, aunque obviamente con nulos resultados. Además, concluía Taberna, la representación de España, en sus contactos con el Ministerio de Exteriores cubano, había “señalado el duro golpe que supone esto para la Colonia española, que tanto ha trabajado por la prosperidad de Cuba” (26).

 

Pero, aparte de las repercusiones en el colectivo español de estas medidas interventoras del gobierno revolucionario, el propio incidente Lojendio, que hemos tratado de analizar en el primer capítulo, originó también momentos de gran tensión en el seno de las colectividades de inmigrantes, en una amplia gama de matices que va desde las expresiones de simpatía hacia Fidel Castro y el izado de banderas republicanas en las sedes de algunas Asociaciones hispanas, hasta la aparente indiferencia, en el fondo de lealtad hacia el embajador de España, de al menos una parte de la colonia española, especialmente en Santiago de Cuba. El 25 de enero de 1960 se publicó, por ejemplo, la condena del grupo Unión Social del Centro Gallego de La Habana, en la que se aseguraba que este “partido de socios demócratas, y actual gobierno del Centro Gallego”, denostaba la improcedente actuación del embajador de Franco y aplaudía la “defensa de nuestra soberanía por el gobierno revolucionario” (27). No puede olvidarse, en este sentido, que buena parte del colectivo asociado poseía la nacionalidad cubana, bien por tratarse de hijos y nietos de inmigrantes o por haberla obtenido tras muchos años de residencia en el país, y, desde luego, tampoco podemos omitir la presión de las circunstancias.

            El comunista español Pedro Atienza tronó al día siguiente, desde las páginas de Hoy, contra las anquilosadas y reaccionarias entidades de la inmigración, concibiéndolas como un peligro potencial para el régimen revolucionario. La expulsión de Lojendio, subrayó, no debía significar el punto final sino el “inicio de la operación de limpieza que no se realizó el 1º de enero de 1959”, se hacía necesario, en su opinión, “sacudir la mata en los Centros Regionales” y, en consecuencia, “arrojar de la dirección de esos Centros a los elementos contrarrevolucionarios y pro franquistas, y convertirlos en verdaderas instituciones democráticas”. Se trataba de romper un nuevo eslabón de la “conjura” internacional contra el régimen revolucionario: (28)

 

Cuando está en juego la suerte de Cuba, cuando todo el pueblo se prepara a defender con la vida si es necesario la Revolución que es hoy ejemplo y orgullo de América, no podemos permitirnos el lujo de que perviva lo que sin duda será mañana quinta columna que nos aseste artero golpe a los defensores de esta limpia Revolución.

¿Qué debemos hacer, pues? En primer lugar, desaparecer ese Comité de Centros con sanatorio que no tiene ninguna razón de existencia. Las reivindicaciones que sirvieron de pretexto a su constitución ya fueron conseguidas y las que no, están más que garantizadas por la acción justiciera del Gobierno Revolucionario. En cuanto a los centros y sociedades españolas deben celebrar inmediatamente asambleas generales, depurar sus direcciones de elementos reaccionarios y poner su marcha al ritmo de la Revolución. En aquellos que, como en el Centro Gallego, gobierne un partido que se llame democrático, debemos comenzar por depurar a ese propio partido de los elementos que prostituyen su historia y su programa. En los demás, los propios asociados, con el apoyo de las organizaciones revolucionarias de Cuba, con el apoyo de los miles de cubanos y españoles que el día 21 mostraron su repulsa a Lojendio y al régimen que representaba, deben tomar la iniciativa de convocar esas asambleas que, en buena lid democrática, son las soberanas y las que deben determinar los destinos y política de los Centros.

 

            El mismo día, el cónsul general Miguel Cordomí - un inteligente profesional de la diplomacia, que falleció a finales de 1961 tras una intensa labor al frente del Consulado general de España en Cuba y, durante unos pocos meses antes de su fallecimiento, como encargado de negocios en la propia Embajada -, describió con precisión la actitud global de las agrupaciones de la colonia española frente al sonado incidente protagonizado por el embajador de España. Algunas asociaciones no habían dudado, en efecto, en ofrecer su adhesión al Gobierno revolucionario, destacando la actitud del Comité de Sociedades Regionales con Sanatorio, que estaba integrado por el Centro Asturiano, el Centro Gallego, la Asociación Hijas de Galicia, la Asociación de Dependientes, la Asociación Canaria y el Centro Castellano. En el mensaje ofrecido a las autoridades cubanas se hacían votos, empero, para que se mantuvieran “las mismas buenas relaciones tradicionales entre España y Cuba”, pero, como indicábamos antes, algunas de estas entidades habían enarbolado en sus sanatorios la bandera republicana, “por obra y decisión, según se me asegura, de empleados y trabajadores de dichos centros”, aunque posteriormente las banderas fueron retiradas. Similar manifestación de adhesión al gobierno de Cuba había sido realizada por el Instituto Cubano de Cultura Hispánica, que dirigía el hispanista Chacón y Calvo, quien, no obstante, había tratado de ponerse en contacto telefónico con el Consulado español. Lamentaba también el cónsul general la adopción de actitudes semejantes por delegaciones y centros del interior del país, especialmente en Santiago de Cuba, donde se celebró una manifestación contra el régimen de Franco, que transcurrió sin incidentes (29), aunque también se criticó, en la prensa oriental, a la Sociedad de la Colonia española que, como diría más tarde Cordomí, “se mantiene a nuestro lado y en contacto con nuestro Consulado”.

            Posteriormente, el cónsul general informó de los primeros, aunque tímidos, intentos de aproximación de elementos significados de la colonia española hacia las autoridades diplomáticas en La Habana (30), indicando que no se había vuelto a repetir el episodio de las banderas, si bien lo más probable era que, hasta que se enfriaran los ánimos, el único pabellón que ondearía en las asociaciones sería el cubano, con el fin de evitar que volviera a plantearse la división de opiniones en las juntas directivas y entre los socios en general. El tema de las banderas había constituido, como afirmó Cordomí (31), uno de los caballos de batalla de los centros españoles desde la guerra civil, por lo que convenía actuar con cautela. En el Centro Gallego, además, a raíz de una propuesta para hacer presidente de honor a Fidel Castro volvió a plantearse el asunto Lojendio, incidente que estaba siendo aprovechado, al parecer, para crear dificultades internas a los partidos o grupos directivos, al mezclarlo con las disputas internas habituales en los centros. El cónsul recogió el rumor, asimismo, de que las autoridades revolucionarias habían presionado al Comité de Sociedades Españolas con Sanatorio para que presentaran su adhesión al gobierno cubano y censuraran la actitud del embajador, pero también existía la posibilidad de que algunos de los Centros decidieran adelantarse a la presión oficial que presumían inminente.

            En aquellos momentos, además, la preocupación sobre el futuro inmediato de los españoles en Cuba adquirió tintes francamente sombríos. La Gaceta Oficial acababa de publicar la Ley 698 (32), que constreñía seriamente la situación de los extranjeros en el país, al obligar a todos aquellos que habían permanecido en el mismo durante más de dos años a adquirir la categoría de residentes, intermedia entre la de simple extranjero y la de ciudadano. Como nota más llamativa, observaba Cordomí, destacaba la supremacía del domicilio sobre la nacionalidad en tanto que fuente de derechos y deberes. En consecuencia, añadió, los residentes tendrían más obligaciones frente al Estado que las que poseían como simples extranjeros y, al mismo tiempo, precisamente por su estatuto de residentes, menos derechos que los propios ciudadanos, por lo que resultaba presumible que las personas a quienes correspondía la categoría de residentes prefirieran, por razones de conveniencia, adoptar la ciudadanía cubana, “resultado éste que es muy probable haya estado en el ánimo del legislador al dictar la Ley”.

A los efectos de su puesta en marcha, por otra parte, se planteaba la habilitación de un Registro especial que habría de practicarse en el Departamento de Inmigración, siendo de obligado cumplimiento para todos aquellos que se encontraban inscritos en el ya existente registro de extranjeros, y, para los que no lo estuvieran, se les daba un plazo de noventa días. Además, se hacían responsables primarias del transporte a las Compañías Aéreas o de Navegación que hubieran traído el extranjero a Cuba, al objeto de prevenir probablemente la apatridia, y se deducía que, en su defecto, la responsabilidad de la repatriación recaería, de hecho, en los consulados. Además, en el hipotético caso de que no fuera posible al extranjero no inscrito abandonar el país, quedaría bajo la jurisdicción del Ministerio de la Gobernación, quien podría disponer la reclusión, internamiento o asilo de los apátridas en cualquiera de las instituciones del Estado, hospitalarias, de beneficencia o de trabajo. De este modo, matizaba el cónsul, se creaban las condiciones para emplear en trabajos de interés estatal a los extranjeros que, deliberadamente o por negligencia, no se inscribieran ni abandonaran Cuba. “Entre este tipo de trabajos figuran tareas como la desecación de la Ciénaga de Zapata, que se está empezando a llevar a cabo empleando principalmente condenados por delitos políticos” (33).

            La inscripción en el nuevo registro de residentes debía llevarse a cabo en las oficinas del citado Departamento de Inmigración existentes en la capital cubana, pero no se habían habilitado, en aquellos momentos, delegaciones en las distintas provincias, lo que complicaría aún más el problema. El interesado era sometido a un examen físico y debía abonar la cantidad de cincuenta pesos por tasas, suma nada despreciable para la época, especialmente para los inmigrantes más modestos. Este nuevo registro no anulaba el ya existente carnet de extranjero, creado anteriormente sobre todo como un medio de exacción fiscal, y que, de hecho, implicaba la elaboración de una lista resultante de la mera práctica administrativa, pero que no poseía mayores repercusiones laborales o de ciudadanía, si bien eran numerosos los españoles que, con criterios erróneos, entendían que el simple pago del recibo del carnet de extranjero conllevaba la legalización de su situación jurídica en el país, sin preocuparse por registrarse en el Consulado ni por obtener la nacionalidad cubana.

            El segundo considerando de la Ley establecía con claridad, asimismo, que el gobierno revolucionario afrontaba un alto porcentaje de desempleo y subempleo, “consecuencia de los errores y vicios del pasado”, por lo que se hacía necesario dictar, entre otras medidas, aquellas de “carácter inmigratorio que tiendan a impedir la entrada de extranjeros que aumenten la demanda de trabajo, con lo que se estará protegiendo también al obrero cubano” y, en consecuencia, resultaba razonable suponer, como deducía el diplomático, que una vez terminado el registro de residentes se acordarían prioridades en beneficio de los trabajadores locales. En este sentido, pues, la colonia española, numéricamente la más importante del país, podría verse gravemente afectada. “La gran masa de españoles residentes en Cuba son en su mayoría de condición humilde y empleados en tareas que requieren poca especialización y en las que compiten por tanto con la mano de obra nativa. De acuerdo con la legislación laboral vigente, ningún extranjero, ni español por tanto, podrá ser empleado en estas tareas mientras estén desempleados ciudadanos cubanos que se dediquen a las mismas” (34), según disponía la polémica Ley de Nacionalización del Trabajo promulgada a raíz de la revolución de 1933.

            La situación de “feliz negligencia” en la que, hasta aquellas fechas, vivían unos cincuenta mil españoles en Cuba estaba tocando a su fin, pues a partir de entonces se verían obligados a regularizar su situación en el Consulado o, en su defecto, a adoptar la nacionalidad cubana. La nueva Ley había causado notable preocupación en el colectivo español, pero en su mayoría no se habían dado cuenta, matizaba el diplomático, del auténtico alcance de la medida ni de sus consecuencias jurídicas. Resultaba presumible, además, que al término del plazo legal para las inscripciones, habrían de producirse numerosos casos de expulsión de españoles que no hubiesen legalizado su situación, a los que sería difícil atender con los fondos previstos para gastos de repatriación, y, en segundo lugar, podría augurarse también que un buen número de españoles optaría por adquirir la nacionalidad cubana, “por lo que el resultado de la Ley en lo que respecta a España será la disminución del volumen e importancia de nuestra colonia en la Isla” (35).

 

            Junto a la preocupación generada por una legislación revolucionaria que hacía peligrar los intereses económicos y, de hecho, la presencia misma de los inmigrantes españoles en Cuba, a partir de mediados de 1960 fue llevado a cabo, de manera sistemática, un plan revolucionario de demolición de las Asociaciones representativas de la colonia española en la Isla. El calvario de estas entidades comenzó, de manera efectiva, a partir del 7 de septiembre de 1960 cuando fue virtualmente incautada la Asociación de Dependientes de La Habana, una agrupación genuinamente española que poseía, aparte de un añejo prestigio entre las de su género, el hospital de la Inmaculada Concepción, por lo que “venía siendo blanco de las apetencias oficiales, favorecidas por las disensiones internas”. En fechas anteriores se había recurrido al establecimiento de un régimen de co-gobierno entre la Junta directiva y un comité de empleados y enfermeros pero, el citado día 7, se pasó a la virtual incautación de la entidad por un denominado Comité de Integración Revolucionaria que, mediante la política de los hechos consumados, sirvió al gobierno provincial para decretar la destitución de la Junta directiva por la “forma anómala” en que venía rigiendo la Sociedad y, asimismo, por su presunto desconocimiento de “las realidades ambientales en lo que respecta al proceso revolucionario que vive el país”. El propio decreto provincial reconocía las funciones directivas del Comité, para que procediera a gobernar la Asociación “conforme a las normas y planteamientos revolucionarios”. Cordomí, que aún no había podido intercambiar impresiones con miembros de la Junta destituida y con otros individuos pertenecientes a los centros regionales, destacaba la gravedad del asunto, que se había convertido en un “peligroso precedente” para el resto de las Sociedades que, como entidades legalmente cubanas, estaban a merced de disposiciones inapelables, con motivo de cualquier incidente que pudiera servir de pretexto para su intervención o apropiación oficial (36). No se equivocó.

            Antes de que terminase el mes de septiembre de 1960, se iniciaron los trámites para la convocatoria de una asamblea de empleados pertenecientes a la Asociación Hijas de Galicia, con el mismo y avieso fin de crear un Comité de Integración Revolucionaria que se hiciese cargo de la dirección de la Sociedad, como paso previo a su asimilación por el régimen revolucionario. La citada asamblea, prevista para el día 28, aunque tuvo que demorarse por la llegada de Fidel Castro procedente de Nueva York, sólo estaba pendiente del trámite de ejecución, a pesar de que varios médicos y la propia Junta directiva habían dado vivas muestras de su oposición a una maniobra que el diplomático español no dudó en tildar de subversiva. “Debo destacar que el Presidente de Hijas de Galicia, a quien, pese a sus tendencias marcadamente izquierdistas, he tratado y cultivado como a todos los directivos de todas las Sociedades españolas, en este pleito ha reaccionado de acuerdo con sus sentimientos españolistas y de dedicación a la entidad que preside”, subrayó Cordomí.

La suerte de las Sociedades españolas, insistía el cónsul general, seguiría el mismo curso de la política radical del país (37). El aviso de convocatoria urgente - rubricado por un sector de los médicos, técnicos de farmacia, laboratorio y rayos x, así como por las secciones sindicales de los trabajadores del balneario social, sanatorio Concepción Arenal, empleados de oficina y recaudadores -, citaba a todos los trabajadores “manuales, intelectuales y profesionales” al objeto de “dar a conocer de la creación y proyecciones del Comité de Integración Revolucionaria de todos los trabajadores de Hijas de Galicia, al fin de darle solución inmediata a los problemas que confronta nuestro centro de trabajo y que son de gran trascendencia y vital importancia para el futuro de la Institución y de todos los trabajadores que en ella laboramos y libramos nuestro sustento” (38). Típico ejemplo, pues, de galimatías retórico-revolucionario, cualidad que, sin duda, ya había hecho honda mella en la forma de expresarse del movimiento sindical cubano.

            La oposición a la integración de la Junta directiva de Hijas de Galicia demoró por algún tiempo la intervención oficial, que, no obstante, tuvo lugar a principios de febrero de 1961, “después de numerosos actos de indisciplina e insultos” contra la citada Junta institucional, ordenándose por el gobierno la entrega de la Asociación a un Comité de Integración formado por médicos, enfermeros y empleados, cuya primera medida fue citar a todo el personal de la Casa de Salud para informarles que “había llegado la hora de la justicia y la caída del favoritismo de esos señores potentados que medraban a través de sus posiciones, las cuales de hoy en adelante serán democráticas y no reaccionarias”. Comentario este último que sirvió al cónsul de España para insistir en que el presidente, recién destituido, de Hijas de Galicia era conocido por sus ideas republicanas “dentro de la política de nuestro país, y no podía ser tachado precisamente de reaccionario” (39), aparte de que había demostrado una gran dedicación y capacidad en la dirección del centro regional.

            Pocos días después, remitió a Madrid un recorte del periódico El Mundo, del 19 de febrero de 1961, en el que figuraban instrucciones dirigidas a los trabajadores del hospital “La Benéfica” del Centro Gallego. En su opinión, el Comité de Vigilancia y Defensa de la Revolución en el indicado establecimiento sanitario, no hacía más que preparar el camino para la constitución de otro Comité de Integración que, como en los dos casos descritos anteriormente, provocaría la intervención gubernamental en el centro hospitalario, paso previo, asimismo, para la incautación de las Sociedades, y que en el caso del Centro Gallego se veía favorecida por el comportamiento de su Junta directiva, “señalada como de tendencia marcadamente izquierdista” (40).

            La siguiente entidad en ser ocupada por las autoridades revolucionarias fue la denominada Colonia Española de Ciego de Ávila, en este caso a raíz de un incidente acaecido, en las cercanías de su edificio social, el 8 de marzo de 1961. Según la información recogida in situ por el cónsul de España en Santiago de Cuba, a cuya demarcación pertenecía Ciego de Ávila, en horas de la noche del día citado se había producido una fuerte explosión en un solar existente en la parte trasera del edificio, que coincidió con la celebración de un acto político del Movimiento 26 de Julio en sus locales, próximos igualmente a la asociación de inmigrantes españoles. Inmediatamente se formó una manifestación, que recorrió las calles de la ciudad “con gritos e insultos contra el clero falangista”. Alguien de la manifestación indicó que había visto correr, en el momento de la explosión, a una persona que entró en el edificio de la Colonia Española por lo que se produjo una inspección policial en el mismo, mientras que en la calle grupos de manifestantes continuaban su protesta y pedían la intervención del centro. El detenido, sin embargo, fue puesto en libertad al cabo de dos horas, dado que no existía prueba alguna contra él. Según el diplomático español, hasta el momento no se había producido la intervención de la asociación, pero el diario El Mundo, en una breve información publicada al día siguiente de los hechos, aseguraba que “posteriormente se conoció que la sociedad Colonia Española fue intervenida por ser un foco de contrarrevolucionarios y por tenerse la certeza que de allí partió el atentado terrorista”, indicándose además, en esta sobria gacetilla modelo de objetividad periodística, que “muy pronto en este centro comenzará a funcionar la Escuela Conrado Benítez” (41).

            A principios de julio de 1961 fue intervenido oficialmente por el gobierno provincial el Centro Castellano de La Habana que, como destacó Cordomí en un extenso y espléndido despacho reservado del día 12, era la única asociación española que no había sufrido aún la indicada medida. Con estas disposiciones gubernamentales que, sin duda, “han de hacer desaparecer las Sociedades de nuestra colectividad, conocidas aquí como Centros Regionales con Sanatorio, termina una etapa de la acción española en Cuba de algo más de tres cuartos de siglo”, culminándose también esta suerte de política expropiatoria de las grandes colectividades españolas en la Isla. El más antiguo de los Centros regionales, añadía el diplomático, era el Muy Ilustre Centro Gallego de La Habana, que fue fundado en 1879. Poco después se había erigido la Asociación de Dependientes del Comercio, y años más tarde, en 1886, se fundó el Centro Asturiano. La Asociación Canaria – refundada en 1906 después de una primera etapa paralela a la del Centro Gallego – y el Centro Castellano contaban, en efecto, con más de medio siglo de existencia, y la última “creación de los españoles en Cuba” había sido Hijas de Galicia, erigida hacia 1926 como Sociedad vinculada al Centro Gallego que, como sucedió con otras agrupaciones regionales, no admitía como socios a las mujeres, aunque a principios de la década de 1930 se erigió también la filial femenina de la Asociación Canaria que, no obstante, parece que tuvo una corta existencia.

            Narraba Cordomí, bastante puesto en el papel de historiador, que en una de las celebraciones con las que estas entidades festejaban determinados acontecimientos sociales como el día de su Santo Patrón, el aniversario de su fundación y otras conmemoraciones por el estilo, “no hace mucho, un viejo y batallador directivo castellano dijo, en una magnífica exaltación patriótica, que las Sociedades españolas de La Habana eran la más grande obra de España en América, desde el descubrimiento y la colonización de este Continente”. Salvando la distancia y la proporción – añadía el diplomático -, “y forzoso es reconocer que no es poco salvar, este castellano tenía razón”. En efecto, “creadas todas las Sociedades y Centros por hombres muy humildes, por trabajadores de todas las clases, lograron mantenerse, prosperar y triunfar con sus funciones mutualistas constituyendo un justo orgullo de nuestras colectividades, sobrepasando en mucho en su desarrollo a las similares obras de Colonias Españolas en otros países de América, incluyendo la Argentina” (42). Destacó también que, salvo leves modificaciones, las bases estatutarias de las asociaciones se habían mantenido en vigor desde su creación hasta aquellas fechas, y que todas ellas habían sabido resistir los embates políticos y sociales que habían tenido lugar en el país, incluyendo el hecho trascendental de la independencia de Cuba, y “aunque alcanzadas algo por los efectos de nuestra Guerra de Liberación, se mantuvieron, salvo breves períodos, más o menos al margen de la política, tanto española como cubana y, dentro de un marcado españolismo, continuaron creciendo y progresando”. Resultaba asimismo singular que “más de medio millón de socios disfrutaran de las prestaciones de los Centros Regionales en toda Cuba y de los beneficios de sus magníficos y amplios servicios de asistencia a la salud pública, aparte de otros muchos de instrucción y recreo”, y no podía olvidarse que, para una población de seis millones de habitantes, “esta enorme proporción de beneficiarios de la mutualidad representaba una descarga importantísima, en responsabilidad y gastos, para el Estado cubano”, puesto que, según cálculos de hacía apenas un lustro, el setenta y dos por ciento de la asistencia médica a las clases humilde y media estaba cubierto por este sistema, y, por si fuera poco, “dentro del cuadro de los grandes servicios médicos privados, los Centros Regionales españoles subvinieron a las necesidades de las clases pobres en una elevadísima proporción desde el principio mismo de su fundación” (43). Es más, sin esta ayuda aportada por la colectividad española a las clases populares cubanas, las deficiencias hospitalarias del país, dados sus problemas de infraestructura y medios sanitarios, habrían sido de extrema gravedad.

            A los nombres de los grandes Centros regionales había que añadir, pues, los de sus sanatorios, las famosas “quintas de salud”, y los planteles pedagógicos como el Jovellanos, el Concepción Arenal y el de la Asociación de Dependientes del Comercio de la capital cubana, donde habían recibido educación tanto los propios españoles como sus hijos y nietos, así como “la preparación necesaria, predominantemente de carácter comercial, para la lucha por la vida”. Había ya en las últimas Juntas directivas – subrayaba Cordomí – “descendientes de hasta dos generaciones de españoles que, sin haber estado nunca en España, se sentían vinculados a nuestro país a través de los Centros y de la ingente obra realizada aquí por sus mayores”. Todo ello, matizaba el diplomático, “no se hizo sino con un espíritu de sacrificio, de abnegación y de ejemplar celo administrativo, robando horas al descanso o a los negocios particulares de los directivos, cuyos nombres debieran figurar en una interminable lápida de españoles beneméritos”. En aquellos momentos, en fin, sólo quedaban en pie las Sociedades de Beneficencia, “que terminarán también por desaparecer, pues la mayor parte de sus recursos provenían, no de las módicas cuotas sociales, sino de las rentas de sus propiedades, hoy mortalmente heridas principalmente por la Ley de la Reforma Urbana”. Acaso, apuntaba el representante de España, no será necesaria para ellas la intervención oficial, pues irían arrastrando una vida mortecina que duraría meses, o tal vez un año o poco más hasta su total desaparición. “Con la expulsión de Cuba del clero español – concluía – y de las órdenes religiosas que tan gran labor españolista realizaron en toda la Isla, y con la desaparición por incautación, porque así hay que calificarla, de la gran obra de los españoles que fueron sus Centros y Sociedades en Cuba, puede decirse, parodiando a contrario sensu las palabras del entusiasta castellano que cito al principio, que éste es el más rudo golpe sufrido por nosotros en América después de la pérdida de Cuba, salvando también la distancia y la magnitud del suceso” (44).

            La culminación del proceso de incautación de todas las instituciones de la colonia española de Cuba presentó, no obstante, un epílogo singular que se concretó en la celebración, anunciada a bombo y platillo por la prensa revolucionaria, de una reunión en el intervenido Centro Gallego, el 16 de diciembre de 1961 (45), al objeto de crear una Sociedad de Amistad Cubano-Española (SACE), a la que fueron invitados todos los españoles residentes en la Isla. Esta Sociedad, aseguraba el encargado accidental de negocios Jorge Taberna, era una “iniciativa comunista para unificar a la Colonia española que hasta ese momento se hallaba dividida por razones políticas y regionales, y que ha ido sufriendo progresivamente el control del Gobierno cubano”. Un artículo publicado en el periódico Hoy, el día 24, por el comunista español ya mencionado Pedro Atienza, podía servir para confirmar los rumores llegados al Consulado general de España. La reunión, que había sido convocada por el cubano Héctor Ravelo, había agrupado a las cuatro instituciones republicanas existentes en Cuba, que representaban a los antiguos Centros regionales y, también, a más de sesenta Sociedades gallegas y asturianas, habiéndose acordado, “con típica táctica marxista”, crear una amplia comisión organizadora que elaborase los Reglamentos y estableciese los fines de la Sociedad de Amistad Cubano-Española (SACE), con el fin de someterlos, en su día, a la aprobación de una amplia mayoría de residentes. “Leyendo entre líneas - aseguraba el diplomático -, se advierte que hay resistencia pasiva ante esta iniciativa que supone la liquidación de la Colonia española como conjunto independiente dentro de Cuba”, y podía percibirse, también, el malestar generado por la intervención estatal de las Sociedades regionales y benéficas, por lo que parecía quererse paliar de algún modo la situación, “destinando el antiguo Centro Gallego para domicilio de todas las entidades españolas”, pero – matizaba -, resultaba obvio que tal concentración de las entidades españolas conducía a “un mejor control de las mismas, y el que en el curso de la reunión haya tenido que tranquilizarse a los miembros de las Sociedades comarcales españolas, inquietos por los rumores de que iban a ser disueltas, indica hasta qué punto los comunistas están decididos a crear una especie de consolidado con todos los Centros vivos de nuestra Colonia” (46).

            En opinión de Taberna, la táctica marxista se revelaba en la insistencia que ponía Atienza respecto a que la proyectada Sociedad de Amistad Cubano-Española buscaría unas bases comunes de entendimiento para todos los españoles, “cualesquiera que sean sus posiciones ideológicas”, lo que podía interpretarse como que los comunistas aún no poseían el control absoluto del invento y que “el proceso de apoderamiento del Poder se halla más retrasado en lo que toca a la Colonia española que al pueblo cubano”. La proyectada entidad se convertiría, en consecuencia, en “una plataforma propagandística desde donde repetir sus consignas contra nuestra Patria”, puesto que, según se afirmaba, su principal objetivo era “asegurar al pueblo español su autodeterminación” y, además, se atacaba la “existencia de bases militares americanas en nuestro territorio”. No obstante, la actitud global de los españoles residentes en Cuba respecto al proyecto parecía ser la de “resistencia pasiva y gran desunión interna”.

Según aseguró también, los españoles se encontraban, en términos generales, bastante atemorizados y “aunque los círculos de exilados, no estrictamente comunistas, se engallan cada vez más, al mismo tiempo muchos de los españoles asentados en Cuba (y que no se distinguían por su simpatía a nuestro régimen) se convencen cada día más que, incluso contra sus propios intereses, estuvo muy justificada la victoria de nuestro Movimiento Nacional porque, aunque no les gustase, evitó a España seguir, anticipadamente, el curso actual de Cuba”. De cualquier manera, concluía el diplomático, conociendo los métodos comunistas y la política de manos libres que poseían en la Isla, sólo era cuestión de tiempo el que sometiesen enteramente a su voluntad a los distintos grupos españoles, mediante una de sus fórmulas favoritas, es decir, “la unificación forzosa de todas las Sociedades españolas en una organización cuyos fundadores y controladores son ellos mismos” (47). La tendencia general de los últimos coletazos de la sociabilidad española en Cuba se dirigió más bien, como había previsto Cordomí, hacia su total desaparición, mientras que las opciones republicano-comunistas trataron de buscar otros senderos, en principio bastante más agresivos, aunque escasamente eficaces.

El propio día 28 de diciembre de 1961, La Vanguardia dedicaba un sentido epitafio en recuerdo del diplomático Cordomí que, al mismo tiempo, se enlazaba con el previsible fin de las Sociedades españolas de Cuba. Unas entidades que, como diría el periódico, deberían convertirse en ejemplos a imitar, puesto que habían sido de “tono y espíritu tan limpio que no hay en toda su historia nada que no sea grato para Cuba”, y añadía el editorialista: “¡Nos gana la melancolía al acordarnos de nuestras Sociedades de La Habana, de Cienfuegos, de Santiago, de Camagüey, de Santa Clara!... En el duelo por la muerte de Miguel Cordomí no deja de mezclarse este otro duelo: el de tantas hermosuras como los españoles crearon y el de la amargura a que ahora se ven injustamente condenadas” (48).

            Intervenidos y asimilados, pues, los Centros regionales españoles de Cuba, el movimiento societario español en la Perla del Caribe no tardó, como preveía Cordomí, en ser eliminado en todas sus manifestaciones, y las quintas de salud, cuyos profesionales habían podido resistir incluso temibles embates bajo la dictadura de Batista, pasaron ahora a engrosar la red hospitalaria del nuevo régimen, o bien se utilizaron sus recursos técnicos para solventar las graves deficiencias que, en aquellas fechas, comenzaron ya a dejarse sentir. Atrás quedaba un capítulo de la historia de España en Cuba y, sin duda, de la historia sanitaria del propio país, puesto que no pocos de sus profesionales médicos emigraron a Estados Unidos, lo mismo que numerosos españoles, muchos de ellos de avanzada edad, que decidieron regresar a España o, también, buscar la protección del poderoso vecino del Norte.

            En efecto, a la capital de Florida, tal como reconocía el cónsul de España en julio de 1962, había arribado un importante número de españoles que, en la mayoría de los casos, eran personas de avanzada edad que habían emigrado a Cuba hacía muchos años y allí fundaron familias. “Son ciudadanos españoles y están documentados como tales, pero por razones obvias se sienten más vinculados a Cuba que a su patria de origen”. A partir de la ruptura de relaciones entre Estados Unidos y Cuba, además, no existía oficina consular estadounidense en La Habana, por lo que los residentes en Cuba no podían obtener visados para entrar en territorio norteamericano y, por lo tanto, para hacer frente a esta situación el Servicio de Inmigración de Estados Unidos había venido expidiendo los denominados “visa waiver”, un documento en el que se constataba que el titular del mismo no necesitaba visado para entrar en la Unión, lo que, a efectos prácticos, equivalía al propio visado. Tales documentos, que se tramitaban en Miami a solicitud de familiares directos, habían venido concediéndose también a personas nacidas en España y en posesión, en muchas ocasiones, de la nacionalidad, pero, un sector relativamente importante de españoles llegados de Cuba, en condiciones laborales precarias, no había podido beneficiarse, ni directa ni indirectamente (a través de sus hijos y otros familiares cubanos) de las ayudas establecidas por el gobierno estadounidense para los refugiados, mediante un programa que era administrado por el Cuban Refugee Center y que dependía, a su vez, del Departamento de Healt Education and Welfare. El cónsul de España, al carecer su oficina de crédito para socorros, trató de conseguir que todos los españoles fueran incluidos en la política de ayudas del gobierno estadounidense (49).

            Las gestiones del diplomático español se vieron facilitadas por la modificación de la ley de ayuda a refugiados, incluyendo como destinatarios de la misma a los “ciudadanos de cualquier país del Hemisferio Occidental”, con el fin de prever la posibilidad de tener que ayudar a refugiados procedentes de otros países de América “en que pudiera implantarse el comunismo, y en lo que respecta al caso de Cuba, para ayudar a numerosos jamaiquinos que también han llegado a Miami huyendo de Cuba”. El director del Cuban Refugee Center, Lincoln Wise, tenía interés en ayudar a los refugiados de nacionalidad española y, en consecuencia, propuso a su Departamento en Washington que se modificase nuevamente el texto de la ley en el sentido de que le fueran dadas facilidades para ayudar como refugiados a las personas que, procedentes de Cuba “huyendo del comunismo”, hubieran residido en la Isla por un mínimo de cinco años.

            El cónsul de España se entrevistó en Washington con Meyer, Assistant Commissioner of Social Security y administrador del programa de ayuda del Cuban Refugee Center, a quien expresó el interés del gobierno español, basado en razones humanitarias, para que se prestase también socorro a los refugiados llegados de Cuba pero de nacionalidad española, si bien existía el temor de que pudieran aprovecharse del programa personas que se encontrasen en los Estados Unidos con status de inmigrante residente, pero el cónsul argumentó que la cuota española era de apenas 252 inmigrantes al año, y que estaba siempre cubierta por los denominados casos preferenciales, y, asimismo, que los responsables del programa en Miami podrían tener facultades discrecionales para cada caso concreto. Finalmente se aceptó la modificación de la ley, en el sentido ya señalado, por lo que, a partir del 1º de agosto, los ciudadanos españoles llegados a Estados Unidos con “visa waiver” serían auxiliados en condiciones de igualdad a los ciudadanos cubanos. En opinión del cónsul, se trataba de una decisión importante para el bienestar de los españoles procedentes de Cuba que, en su mayoría, eran de avanzada edad, puesto que ascendía a cien dólares mensuales por familia, alimentos en especie y asistencia médica, lo que representaba, “en el caso de los españoles, miles de dólares” (50).

            Posteriormente, según una nota de la OID (51), el Departamento de Estado de los Estados Unidos solicitó al Congreso una partida de 350.000 dólares para ayudar a los cubanos refugiados en España y América Latina, al objeto de reducir su llegada a los Estados Unidos. Según testimonios, hechos públicos por el Subcomité de Asignaciones de la Cámara de Representantes y recogidos por la agencia de prensa UPI, se estimaba que, en aquellos momentos, residían en España e Iberoamérica entre veinticinco y treinta mil cubanos. Una diáspora que, desde aquellas fechas, no ha dejado de incrementarse, convirtiendo a uno de los países de mayor demanda de inmigrantes de toda América Latina, al menos durante el primer tercio del siglo XX, en exportador, por causas económicas y políticas, de un gran torrente demográfico.

           

 

 

 

[1] . Ver al respecto el estudio de Alejandro García Álvarez: La gran burguesía comercial en Cuba, 1899-1920, Ciencias Sociales, La Habana, 1990.

[2] . Esta controvertida tesis, entre otras cuestiones porque los españoles de cualquier ideología no estaban precisamente orgullosos de la “pérdida” de Cuba a manos estadounidenses, se ha sostenido en diversas aportaciones, por contraposición al espíritu pro norteamericano de muchos cubanos, más pronunciado de lo que a primera vista pudiera parecer, tal como demuestran textos contemporáneos de Carlos Trelles, Ramiro Guerra, Fernando Ortíz y otros. Respecto a las consabidas tesis sobre el presunto “yanquismo” del colectivo español puede verse, entre otros, el  trabajo de Jorge Ibarra: Cuba: 1898-1921. Partidos políticos y clases sociales, Ciencias Sociales, La Habana, 1992.

[3] . J. Pérez de la Riva: “Los recursos humanos de Cuba al comenzar el siglo: inmigración, economía y nacionalidad (1899-1906)”, en La República Neocolonial. Anuario de Estudios Cubanos, Ciencias Sociales, La Habana, 1975, I: 13-14.

[4] . C. Naranjo Orovio: Cuba, otro escenario de la lucha. La guerra civil y el exilio republicano español, CSIC, Madrid, 1988.

[5] . Comunicación del Comité Ejecutivo de la Casa de Salud “Covadonga” del Centro Asturiano de La Habana al Embajador de España, La Habana, 19-07-1956 (AGA. Exteriores, C-5361).

[6] . Informe confidencial y muy reservado del cónsul de España en Santiago de Cuba, J.M. del Moral, al encargado de negocios de la Embajada de España, Santiago de Cuba, 11-09-1958 (AGA. Exteriores, C-5356).

[7] . Ibídem.

[8] . Informe de J.M. del Moral al encargado de negocios de la Embajada de España, Santiago de Cuba, 18-09-1958 (AGA. Exteriores, C-5356).

 

[9] . Despacho de Lojendio del 6-12-1958 (AGA. Exteriores, C-5358).

[10] . Despacho de Lojendio del 11-04-1959 (AGA. Exteriores, C-5359).

 

[11] . Ibídem, fol. 2.

[12] . Ibídem, fol. 3-4, y orden reservada del Ministerio, Madrid, 17-04-1959.

[13] . Como la demandada, el 25-05-1959, por una autoridad militar española cuya familia poseía una finca en Cuba, y deseaba saber si la nacionalización conllevaba, por lo menos, la presumible indemnización a sus legítimos propietarios. Salvador aseguró, en respuesta del 26-05-1959, que efectivamente tales medidas expropiatorias habían sido promulgadas mediante la Ley de Reforma Agraria decretada el 17-05-1959 y que, obviamente, no podía ofrecer informaciones concretas, pero que la representación española y el Ministerio estaban muy atentos respecto a la afectación de los intereses españoles (AMAE, R6568-52).

[14] . Oficio de la dirección general de Centro y Sudamérica al embajador de España en Cuba, Madrid, 8-01-1960 (AMAE, R6568-52).

[15] . Oficio de Groizard del 29-01-1960 (AMAE, R6568-52).

[16] . Carta de Tomás Lozano a José Joaquín Zavala, Madrid, 30-01-1960 (AMAE, R6568-52).

[17] . Oficio del director general de Centro y Sudamérica a los interesados, Madrid, 5-02-1960 y comunicación de la misma fecha al encargado de negocios de España en Cuba (AMAE, R6568-52).

 

[18] . Informe de Caldevilla al director de la OID, La Habana, 8-04-1960 (AGA. Exteriores, C-5360).

[19] . Instancia del interesado del 29-05-1960, oficios de Miguel Cordomí del 9 y 24-06-1960, y oficios de Pedro Salvador del 14 y 18-06-1960 (AMAE, R6568-52).

[20] . Telegrama cifrado de Castiella, con referencia a otro anterior, al encargado de negocios en Cuba, 19-10-1960 y de Groizard al Ministerio, La Habana, 21-10-1960 (AMAE, R6568-52).

[21] . Telegramas cruzados entre familiares y dirección general de Centro y Sudamérica, 25-04-1961 (AMAE, R6527-17).

[22] . Despacho de Cebral del 10-12-1962 (AMAE, R6919-23).

[23]. Despacho de J. Taberna, La Habana, 30-12-1962 (AMAE, R6919-23).

 

[24] . M. Villar: Agrarismo y revolución, Playor, Madrid, 1974: 66-67. Este autor llega a comparar, basándose en un texto clásico de Fernando Ortiz, las raciones de los negros esclavos en 1842 con las disponibles para los cubanos de 1962.

[25] . M. Gutelman: La agricultura socializada en Cuba. Enseñanzas y perspectivas, México, 1970: 22-30.

[26] . Despacho citado de Jorge Taberna, del 30-12-1962.

[27] . “Condena Unión Social la actitud del señor Embajador de España”, Avance, La Habana, 25-01-1960, recorte en AMAE, R5971-2.

 

[28]. Pedro Atienza: “¡A sacudir la mata en los Centros Regionales!”, Hoy, La Habana, 26-01-1960 (recorte en AMAE, R5971-2).

 

[29] . Despacho de Miguel Cordomí, La Habana, 26-01-1960 (AMAE, R5971-1).

[30] . Como Garcilaso Rey, presidente de honor del Centro Gallego y del Casino Español, que había participado como delegado en el congreso de emigración que se había celebrado en La Coruña, así como un miembro de la Junta Directiva del Centro Asturiano y el padre Rubinos, capellán de la Benéfica Gallega e Hijas de Galicia, que también había intervenido en las citadas jornadas sobre emigración, y asimismo Paulino Díaz, presidente de la Cámara de Comercio.

[31] . Despacho de Cordomí del 5-02-1960 (AMAE, R5971-1).

[32] . Gaceta Oficial de la República de Cuba del 26-01-1960: 1874-1876.

[33]. Despacho de Cordomí del 11-02-1960 (AMAE, R6527-17).

[34]. Ibídem, fol. 4.

 

[35]. Ibídem, fol. 5-6.

[36] . Despacho reservado de Cordomí, del 8-09-1960 (AMAE, R6568-52).

[37] . Despacho reservado de Cordomí del 29-09-1960 (AMAE, R6527-17).

[38] . “Aviso Importante”, adjunto a despacho citado.

[39] . Despacho reservado de Cordomí del 12-02-1961 (AMAE, R6527-17).

[40] . Despacho reservado de Cordomí del 20-02-1961 (AMAE, R6527-17).

[41] . Despachos reservados de Cordomí del 9 y 17-03-1961, recorte de El Mudo, “Intervienen la Colonia Española de Ciego de Ávila”, 9-03-1961 y despacho reservado de Groizard del 18-03-1961 (AMAE, R6527-17).

 

[42] . Despacho reservado de Cordomí, como encargado de negocios de la Embajada de España, del 12-07-1961 (AMAE, R6527-17).

[43] . Ibídem, fol. 3-4.

 

[44] . Ibídem, fol. 4-5. Pedro Salvador de Vicente envió una copia del despacho a Adolfo Martín Gamero, director de la OID, considerando que “sobre él se podría redactar alguna noticia o crónica en la que se exaltase la labor benéfica que siempre realizaron los Centros españoles en Cuba; como verás, el despacho tiene algunos extremos que no pueden ser utilizados” (Oficio en AMAE, R6527-17).

[45]. Los interventores gubernamentales del Centro Gallego, Camilo Vila y Eugenio Rodríguez, habían dictado con anterioridad una resolución disponiendo que el, hasta entonces, teatro “Estrada Palma” de la entidad, pasase a denominarse “García Lorca”, según noticia publicada en El Mundo, La Habana, 20-08-1961 (recogida por V. Ferrer Gutiérrez: Los Andes dijeron ¡No!, Ediciones del Instituto de Cooperación Interamericana, Madrid, 1968: 94-95).

[46] . Despacho reservado de Jorge Taberna del 28-12-1961 (AMAE, R6527-17).

[47] . Ibídem, fol. 3-4.

[48] . “Las Sociedades españolas de Cuba”, La Vanguardia, Barcelona, 28-12-1961.

[49] . Despacho de Juan R. Parellada, Miami, 9-07-1962 (AMAE, R6890-27).

 

[50] . Ibídem, despacho del 2-08-1962 y saluda del director general de Asuntos Consulares al director general de Política Exterior (también en AMAE, R6890-27).

[51] . Nota de prensa de la OID (Madrid), procedente de UPI, Washington, 10-09-1962 (AMAE, R6890-27).

 

*Manuel Antonio de Paz Sánchez, natural de Santa Cruz de La Palma, Islas Canarias, España (1953).

Doctor en Historia con Premio Extraordinario y Catedrático en Historia de América en la U. de La Laguna, Islas Canarias.

Autor del libro Zona de Guerra. España y la revolución cubana (1960-1962) editado en Taller de Historia del Centro de la Cultura Popular Canaria, del que tomamos el artículo que antecede correspondiente al capítulo II

También es autor, entre otras numerosas publicaciones y artículos en revistas especializadas de: Historia de la francmasonería en las Islas Canarias, 1739-1936 (Gran Canaria, 1984; Premio "Viera y Clavijo"; Wangüemert y Cuba (Tenerife,1991 y 1992; Amados Compatriotas (Tenerife, 1995). Coautor de Masonería y Pacifismo en la España Contemporánea (Zaragoza, 1990); El Bandolerismo en Cuba, Presencia Canaria y protesta rural, 1800-1933 (Tenerife, 1994; La Esclavitud Blanca (Tenerife 1993); Zona Rebelde y coautor también de La América Española (1763-1898).

Ex Director del Departamento de Historia de la Universidad de La Laguna y Director-fundador de "Taller de Historia" del Centro de la Cultura Popular Canaria. Experto estudioso de la masonería en Canarias con vinculación institucional para asesoramiento.

 

 

 

 

 

véase www.tallerdehistoria.com,