RESEÑA PARA UNA HISTORIA NEFASTA.

 

Miguel Leal Cruz.

 

El tránsito de una etapa histórica a otra, no siempre coincidente en la interpretación de los historiadores en cuanto al cambio en las estructuras socioeconómicas, ideológicas o culturales en suma, no se producen de forma brusca y nunca constituye una transformación totalmente diferente con el anterior inmediato. Esto nos conduce a la diatriba sostenida por diferentes historiadores de estas Islas, en cuanto al momento en que se produce la contemporaneidad canaria, clara para Francia en su Revolución y para España en el dos de mayo por la lucha contra el invasor francés en el año 1808.

 

En la segunda mitad del siglo XVIII, nuevas ideas procedentes de la ilustración francesa, que se consolidan a partir de 1789, conducen a la necesidad de cambios estructurales en la sociedad del acuñado Antiguo Régimen, que a través de minorías selectas, también tienen su efecto en la sociedad canaria. Las propias características de la sociedad isleña estrechamente vinculada con elites económicas y culturales del exterior, especialmente con Inglaterra y Norteamérica, favorecieron la penetración de estos nuevos pensamientos a través de las principales ciudades portuarias y por la vía del intenso comercio de gran actividad hacia el  exterior ilustrado.

 

Nuestras islas sufren el tránsito a la llamada contemporaneidad con apenas cambios notables respecto a la sociedad anterior, salvada la minoría ilustrada, o la burguesía agraria y comercial, acotadas en su status clasista propio de los estamentos aún vigentes. Durante este periodo se prolonga el régimen demográfico propio del antiguo régimen, con las conocidas tasas elevadas en nacimientos e igualmente en defunciones, si bien, de forma lenta y producto de los progresos de la Ilustración, se reduce la mortalidad catastrófica de épocas anteriores. No obstante, el Archipiélago sufrirá durante la mayor parte del siglo XIX, nuevas hambrunas y brotes epidémicos de consecuencias nefastas, como la fiebre amarilla de 1810 que afectó especialmente a Santa Cruz de Tenerife, al año siguiente la misma epidemia causa en Gran Canaria horrorosos estragos, otras en 184l y 1846 nueva fiebre amarilla en Tenerife que pasa a Las Palmas al siguiente año, como si el jinete apocalíptico tuviera su macabro itinerario ambulante entre ambas islas; pero que a veces lo era tan grave en otras, especialmente Fuerteventura, obligadas a emigrar a Las Palmas y a Tenerife, sumándose a la catástrofe, como la ocurrida en el bienio 1846-47, en que por hambre desoladora, perecen en Gran Canaria más de 30.000 personas, muchas de otras islas congregadas allí. Cíclicamente y por un periodo de 10 años, sucumben en Las Palmas unas 6000 víctimas  y exactamente en 1862, la fiebre amarilla arrebata numerosas vidas  en Santa Cruz de Tenerife, en triste destino como puerto receptor de virus foráneos en su intenso tráfico marítimo.

 

La sociedad canaria continúa en su configuración de mayoría agraria, asalariados, jornaleros, criados, y en un escalón superior medianeros y pequeños terratenientes, en íntima conexión con la gran burguesía agraria y mercantil. Los procesos desamortizadores, más que crear una distribución más justa y equitativa, incrementó la gran propiedad de los herederos del anterior sistema, puesto que eran los detentadores de los capitales, recursos e influencias de todo tipo, "los que de antiguos nobles o burgueses pasan a ser los caciques de hoy ", acentuando más, si cabe,  la precaria situación de los más desafortunados : los pequeños campesinos y los asalariados sin tierra, que no les quedaba otra solución que emigrar.

 

En este orden de circunstancias se halla el "pleito insular", creado por intereses políticos, comerciales y por que no culturales, en manos de los más poderosos sin que el pueblo llano mayoritario tuviera apenas intervención. La Constitución de Cádiz, de las más progresistas del mundo en aquel momento, decretó la abolición de señoríos que aún perduraban en Fuerteventura y otras islas e Instituciones, establece una nueva organización administrativa, que incentivó aún más lo que ha venido en llamarse pleito insular, que igualmente afecta a otros Archipiélagos. Ello produce un enfrentamiento "in crescendo" en las dos islas centrales, imposibilitando un entendimiento común entre las fuerzas políticas de Canarias, frente a los poderes nacionales radicados en la capital del Reino. Resulta en suma perjudicados la mayoría del pueblo llano del Archipiélago, por el retraso en infraestructuras y otros medios necesarios para el mejor desarrollo económico, siempre a remolque de lo que Madrid decidiera, siendo así  especialmente perjudicada la Isla de Fuerteventura, objeto principal del tema a exponer.

 

Esta lucha entre las dos islas, Gran Canaria y Tenerife, puesto que las restantes apenas tenían protagonismo alguno, se desarrolla en tres etapas bien  diferenciadas  que son:  la lucha por la capitalidad, adjudicada en principio a Santa Cruz de Tenerife; una segunda etapa divisionista hasta l873, en que por el Gobierno de la Primera República, se ensaya sin éxito una Constitución Federal, y una tercera fase con el gran estratega gran canario Fernando León y Castillo, que logra una gran hegemonía comercial en Gran Canaria, a través del gran puerto de su creación como político en Madrid, pero que fue el paso previo para la división provincial.

 

En lo que se refiere a las estructuras socio-económicas en este tránsito canario hacia la contemporaneidad, apenas se aprecia variación entre el último tercio del siglo precedente hasta las primeras décadas del XIX, con un esquema productivo similar al anterior. La crisis del vino parcialmente superada con la aparición del mercado norteamericano, especialmente en torno a las exportaciones desde Tenerife, que es complementado con la demanda interna e interinsular.

Aparece un nuevo producto en torno a 1825, previos los experimentos para su aclimatación en las zonas rurales de las islas: la cochinilla, que sufre una etapa de fiebre productiva para decaer precipitadamente como consecuencia de la aparición de productos químicos colorantes, que ocasionaron la depreciación paulatina de la grana, desembocando finalmente en una crisis socioeconómica de enormes proporciones, que como siempre se hace uso de "la válvula de escape": la emigración  a América y con preferencia a Cuba.

 

Aparece en Fuerteventura - y Lanzarote -, en torno al periodo que analizamos y en el tránsito del siglo ilustrado, un relevante fenómeno que supuso el acceso de ambas islas al mercado exterior con un nuevo producto denominado barrilla, una especie de alga con gran concentración de líquido salitroso del que elaborado industrialmente produce la sosa o sodio cáustico. Su exportación masiva produce  píngües  beneficios a todas las islas, especialmente a Fuerteventura - y a Lanzarote -, cuyas cifras hacia 1829 son sobradamente significativas. Y, a medida que avanza el siglo, la demanda de barrilla isleña para la fabricación  de sosas, especialmente desde Inglaterra, continua imparable, cuyos datos, favorables para la economía isleña, recoge José Valentín Zufiría y José Joaquín Monteverde en "La Guía de las Islas Canarias para el año 1840".

 

La primera mitad de este siglo XIX, si bien había ofrecido con antelación panoramas realmente dramáticos, con la fuerte depresión de 1832 y 1846, conoció el fugaz periodo bonancible que condujo a las condiciones favorables para un relativo crecimiento, especialmente para Fuerteventura - y Lanzarote -, y para sus puertos, Cabras y Arrecife, puertos de la barrilla. Cuando este cultivo dominante perdió eficacia por los avances químicos, su paulatina depreciación  volvió a afectar a ambas islas orientales, que tornó a depender económicamente de las bruscas oscilaciones propias de su secular agricultura cerealera. La pérdida de este mercado exterior, unido a los males crónicos en sus estructuras, con persistentes sequías, es a la postre la grana la que sirvió de esperanzadora panacea para los sufridos habitantes majoreros en torno a la mitad del siglo.

 

El condicionante climatológico que por siempre afecta a estas dos islas apenas afectó en esta nueva coyuntura, puesto que el novísimo recurso productivo, la grana o cochinilla, se adaptaba perfectamente a los regímenes de pocas lluvias, y su producción abrió nuevamente los puertos al comercio exterior.

Para su embarque en magnífica demanda los buques extranjeros recalaban en los puertos canarios, para realizar el trato directo, siendo las más de las veces a través  de empresas especuladoras radicadas en Santa Cruz de Tenerife o en Las Palmas de Gran Canaria, intermediarias del campesino.

 

También a la grana le llegó su crisis, cíclica para todos los productos de oferta que la economía canaria ha puesto en circulación desde más de tres siglos antes, y siempre con demanda casi exclusivamente extranjera. El crack de la grama actuó a su vez como factor desencadenante y agravante de los acontecimientos que siguieron: nuevas y pertinaces sequías y consecuentemente exiguas cosechas que producían nuevas calamidades de ingrato recuerdo para los majoreros, por las paralelas crisis de subsistencia, ahora en plena segunda mitad del siglo XIX, cuando Europa gozaba de los beneficios de la Revolución Industrial.