Inmigración

Por Juan-Manuel García Ramos

Dice una autoridad en materia semántica, como es el profesor y novelista italiano Umberto Eco, que debemos distinguir el concepto de "inmigración" del de "migración".

Tenemos inmigración cuando algunos individuos se trasladan de un país a otro. Los fenómenos inmigratorios pueden controlarse políticamente, limitarse, impulsarse, programarse o aceptarse sin más.

Se da migración cuando todo un pueblo, poco a poco, se desplaza de un territorio a otro. El ejemplo de los bárbaros que invaden el Imperio Romano, el de los árabes ocupando la península ibérica durante casi ocho siglos o el ejemplo europeo trasladándose al continente americano y fundando allí una nueva civilización, son claros paradigmas de lo que migración significa para el pensador italiano.

Si se explican las acepciones, uno puede admitir este deslinde entre "inmigración" y "migración", aunque en realidad no se corresponda a lo que hoy entienden en español los geógrafos humanos por una cosa o por la otra.

En cualquiera de los casos, en nuestros días la palabra inmigración está en los labios de todo el mundo y no sólo como simple problema lingüístico, sino como una complicación social y política de primera magnitud.

En la actualidad hay mil millones de seres humanos en el bienestar y unos cinco mil millones en el malestar. Por lo tanto es lógico que los pobres de la Tierra acudan a donde están los ricos a recoger las migajas de la mesa de la prosperidad. Aunque sólo sean las migajas, con eso se conforman.

Cuando escribo este artículo, parto de dos imágenes madrileñas con las que me he tropezado estos días atrás. Una es la de un indio peruano de la sierra, de apenas un metro sesenta de estatura, paseando un perro chihuahua de una familia acomodada del barrio de Salamanca por la calle Velázquez. Otra imagen es la estilizada y ya decanal figura de Mario Vargas Llosa dialogando con Iñaki Gabilondo sobre la aparición, hace cuarenta años, de su novela La ciudad y los perros en la espaciosa sala de la Casa de América del Paseo de la Castellana.

El indio que ha sacado a mear al perro aristocrático va ataviado con ropa de supervivencia y con los ojos entornados por la nostalgia del país natal, el escritor estrella de la Casa de América lleva zapatos Bally y un traje de lana inglesa, pero en su día ambos fueron inmigrantes americanos en la España ex-imperial.

¿Por qué miramos a uno con recelo, y al otro lo celebramos como huésped de honor?
La misma mañana en que me hago esta reflexión, leo en la prensa que un menor colombiano ha sido asesinado en una calle de Barcelona por otros cinco jóvenes, al parecer también iberoamericanos, cuando se dirigía a una papelería próxima al instituto donde cursaba sus estudios a realizar unas fotocopias. El móvil del crimen, apunta la policía de Barcelona, ha sido una rivalidad entre grupos por motivos de control territorial de algunos barrios. ¿Se trata de una violencia importada? ¿Cómo se disputan la territorialidad de algunas zonas barcelonesas unos jóvenes extraterritorializados de sus países de origen? ¿Con qué instrumentos mentales contamos para comprender estos disparates?

La inmigración es fea, sobre todo cuando la motiva el hambre.

Europa tiene en la inmigración actual uno de los asuntos sociales y políticos más graves y difíciles de resolver, y desde que este fenómeno cobró relevancia hasta hoy, muy poco se ha hecho para enfrentarlo con la imaginación y la generosidad que requiere.

El África en extinción que tenemos ahí al lado no frenará los movimientos de seres humanos en busca de una vida menos indigna de la que le suministran sus lugares de nacimiento y de cultura. No hay leyes ni autoridades capaces de controlar a multitudes desnutridas y desesperanzadas en pro de alimentos y de nuevas perspectivas. Esto ya no se llama ni migración ni inmigración, se llama necesidad básica.

El problema está en si esa marea humana que invade los países de destino llega a encontrar formas de integración mínimamente satisfactorias.

Las bolsas de delincuencia y de prostitución derivadas del fenómeno inmigratorio en países como España hablan por ellas mismas, y es un acto de fariseísmo por nuestra parte negar esas evidencias. La desesperación nos lleva a faltarle al respeto a cualquier forma de convivencia, pero esos impactos, cuando se intensifican, generan el desvertebramiento de sociedades muy sólidas.

Los pueblos grandes, sin embargo, son capaces de soportar por cierto tiempo tales desequilibrios. Otra cosa son los pueblos chicos. Y ahora nos vamos a referir a Canarias.

Lo que ocurre con nuestras sociedades insulares (y los invito a pensar, como ejemplos didácticos, en ciudades como Arrecife y Puerto del Rosario hace cuarenta años) es que fueron hasta ayer mismo carne de cañón de desplazamientos indeseados, es decir, que tuvieron que sacar a muchos de sus habitantes nativos hacia otras zonas para poder airear la economía propia; y no sólo eso: es que la fortaleza de su vertebración económica actual está muy lejos de conseguir niveles razonables de sosiego.

Lo que pueden digerir sociedades articuladas, como la Francia de nuestros días, la misma Inglaterra, no lo pueden digerir sociedades como la canaria, acuciada por un paro que no controla, de más de cien mil personas, por el anunciado final de la etapa subvencionadora de sectores productivos como la agricultura y la pesca, y la vulnerabilidad del turismo, expuesto a rivalidades planetarias de todo orden y a un hecho excepcional que no se ha de omitir si queremos mirar al futuro de frente: nos referimos al ambiente internacional de guerras preventivas y de terrorismo suicida, con todo lo que ese clima de violencia conlleva de posibles crisis del transporte aéreo y de recesión en el mercado del ocio.

Alguien tendrá que ponerse a pensar en todo esto si queremos que la Canarias de nuestros días no regrese a etapas de su historia mediata e inmediata ya superadas, gracias a Dios. Existe el peligro de que el progreso relativo de nuestro pueblo sea golpeado por una inmigración que seamos incapaces de asimilar, porque el barco corre el peligro de hundirse para todos si lo llenamos más de la cuenta.

Quede claro que en esta hora amarga para los pueblos hermanos de América y los pueblos cercanos y no menos hermanos de África, Canarias debe hacer un esfuerzo en favor de esos seres humanos, pero el favor hay que medirlo, porque si no el peligro es para los que llegan de fuera y para los que estábamos dentro.

La fragilidad de nuestras estructuras económicas y sociales no es una frase para la galería, es una evidencia que nuestros mismos inmigrantes pueden comprobar con sus ojos y su sentido común. Acaso la reflexión debamos hacerla pronto y entre todos.